Por Boaventura de Sousa Santos*
Dios parece estar confinado. Por lo menos, desde que en el siglo XVII se impuso la separación absoluta entre la naturaleza, entendida como res extensa, y los seres humanos, entendidos como res cogitans. La prueba de la existencia de Dios está en la mente humana, porque sólo esta puede concebir un ser muy perfecto e infinito. Siendo imperfecta, la mente humana sólo es capaz de tal concepción porque alguien la inscribió en ella. Ese alguien es Dios. La naturaleza es incapaz de tal concepción, y ahí reside su inconmensurable inferioridad en relación con la mente propia de los seres humanos. Con la demostración de la existencia de Dios, se demostró la imposibilidad de coexistencia con él en el mismo mundo. Dios es de «otro mundo», su «reino no es de este mundo». Dios es trascendencia.
Así comenzó el confinamiento de Dios. Si hasta entonces ya era difícil comunicarse directamente con él, a partir de ahí se volvió imposible. Sólo los místicos pueden conseguirlo, y siempre con altos costos personales. En el mismo proceso en el que Dios fue humanizado, fue también desnaturalizado y, con él, los seres humanos que lo concibieron. Y como no pueden ser mente sin ser un cuerpo natural, al mismo tiempo que demostraron la existencia de Dios, los seres humanos dejaron de comprenderlo y dejaron de entenderse entre sí. Entonces se deshumanizaron. La humanización de Dios dio lugar a la deshumanización de los seres humanos. El homo economicus del capitalismo naciente, tal como el cuasi contemporáneo homo lupus homini de Hobbes, son la expresión de esta deshumanización del ser humano. El ser competitivo, centrado en su interés individual, es un ser antisocial que ve en los semejantes (nunca iguales) enemigos potenciales, y que sólo hace filantropía si de ella resulta algún beneficio propio.
La incomprensión abisal del ser divino permitió a los humanos decir de Dios todo lo que ellos quisieran según su conveniencia. La teología sufrió entonces una transformación cualitativa. Comenzó a tratar de resolver el malentendido cartesiano multiplicando las mediaciones que falsamente humanizaron a Dios. Las ficciones del «Dios hecho hombre» o el «cuerpo de dios» fueron llevadas al paroxismo. El Nazareno crucificado del siglo XVIII barroco es un espectáculo visceral de primer orden, el espectáculo de un cuerpo cuya máxima exaltación es la mortificación y la muerte. La economía de la muerte, en la que el colonialismo y la esclavitud prosperaron en el mundo, encontraron en estas imágenes un espejo cruel y un consuelo desesperado. La exuberancia de las imágenes ocultaba efectivamente las ficciones teológicas. Sobre todo, encubrió las trágicas consecuencias de estas ficciones, tal como lo había vivido antes el joven nazareno, cuando concluyó en la cruz que ninguna ambulancia divina vendría a salvarlo y quitarle ese «cáliz».
El confinamiento del Dios cartesiano desde el siglo XVII fue fundamental para que, en su nombre, se pudieran cometer las mayores atrocidades. El joven nazareno que había muerto en la cruz para «salvar el mundo» era ahora invocado para justificar la inmensidad de las muertes de esclavos y pueblos originarios para «salvar la economía». Confinado, Dios estaba limitado a la telepresencia. La presencia real pasó a ser de los intermediarios, misioneros, pastores, y catedrales. Como hoy en día, los repartidores de alimentos mediante las aplicaciones («motoboys» y «motogirls») no eligen los restaurantes de acuerdo a la calidad de la comida, sino por el valor de la cuota de entrega, los intermediarios empezaron a servir la comida espiritual de acuerdo con las prebendas que recibían. No lo hicieron por elección, lo hicieron por necesidad. Sirvieron a los señores de la tierra que los usaron para consolidar su dominio.
Pero ¿está Dios verdaderamente confinado? Siendo infinito en todos sus atributos, es imposible imaginar un confinamiento que no sea un acto originario, un auto confinamiento. Por otro lado, es absurdo pensar que un ser infinito está confinado. Y es también imposible imaginar un motivo divino para el auto confinamiento. ¿Miedo a contaminarse? No es imaginable que Dios corriese el riesgo de ser contaminado por seres tan infinitamente inferiores, sobre todo porque, según la teología cartesiana, los seres humanos ni siquiera tienen el nano tamaño del virus para poder contaminar a Dios. ¿Miedo de contaminar? Es absurdo pensar que el Dios cartesiano tema contaminar. Al ser infinito, todo está contaminado y purificado simultáneamente por él.
La hipótesis más creíble es que los teólogos tuviesen miedo de que Dios contaminase el mundo. Tal vez sabían que la desnaturalización de Dios era una imposición tan fuerte y frágil como todas las demás imposiciones humanas. Para consolidarlo, tuvieron que recurrir a múltiples trucos arquitectónicos, pictóricos, teológicos, que engañaron a todos los que no se beneficiaron del supuesto encierro de Dios. Tales trucos fueron las máscaras usadas eficazmente para supuestamente proteger a Dios de los humanos, pero que en realidad funcionaban para permitir que los humanos realizaran libremente sus negocios sin correr el riesgo que corrieron los «mercaderes del templo». Por lo tanto, podemos concluir que Dios no estuvo confinado todos estos siglos. Estaba en todas partes – como le correspondía. Simplemente estaba ausente del discurso humano sobre él. O más bien, el discurso predominante de los humanos sobre él fue diseñado para crear y justificar su ausencia. Después de todo, ¿dónde ha estado Dios durante estos siglos? ¿Esta pregunta en sí sugiere que Dios dio alguna señal de que la teología que nos impusieron ha llegado a su fin?
Las heridas del Nazareno del siglo XXI
En el siglo XVII hubo una gran división en las reflexiones sobre Dios. A la teología cartesiana, que expliqué anteriormente, se opone radicalmente la teología spinoziana. Mientras que, para Descartes, Dios es tanto un producto de la mente humana como trascendente, para Spinoza, Dios es la infinidad de todo lo que existe, la sustancia, la naturaleza. «Deus sive Natura». Dios, es decir, la naturaleza, dijo Spinoza. No se trata de la naturaleza descalificada de Descartes («Natura naturata») sino de la naturaleza calificativa de todo, la energía vital infinita que anima el mundo y la vida («Natura naturans») y de la que dependen los seres humanos en toda su finitud. En este sentido, la naturaleza no nos pertenece, nosotros pertenecemos a la naturaleza. Dios no es personalizable (como si fuera un humano impulsado hasta el infinito). Y tampoco es trascendente, es inmanente. Dios es de este mundo y de todos los demás mundos posibles. Para Spinoza, solo así se puede decir con verdad que Dios es infinito y omnipresente. Distinguir entre aquí y allá, dentro y fuera, es la limitación humana. Dios es la inmanencia del mundo y sus infinitos atributos son los que explican las limitaciones del ser humano. Y no al revés.
Para Spinoza, la humanización de los seres humanos no está en su desnaturalización, sino, por el contrario, en su naturalización fundamental. El capitalismo, el colonialismo y el patriarcado fueron los motores modernos de la desnaturalización. La naturaleza fue cartesianamente descalificada para que el capitalismo la transformase en un recurso natural incondicionalmente disponible para los seres humanos. Y fue igualmente descalificada para que el colonialismo y el patriarcado transformaran en recursos humanos subyugables y explotables todos los seres humanos considerados radicalmente inferiores porque se supone que están más cerca de la naturaleza, ya fueran negros, indígenas o mujeres. En resumen, fueron cuerpos racializados y sexualizados.
En el mundo cartesiano, la desnaturalización de algunos solo fue posible a costa de la naturalización de las grandes mayorías. Esta descalificación de los seres humanos fue el producto de una ignorancia fatal en la que hemos vivido desde el siglo XVII, la ignorancia de la que se alimentaron el capitalismo, el colonialismo y el patriarcado. Estos dos últimos existían antes del capitalismo, pero fueron reconfigurados por este para convertirse en fuentes de trabajo altamente devaluado (desde la esclavitud a los autoesclavos informales o uberizados) o no remunerado (la economía del cuidado soportada casi en su totalidad por mujeres). ¿Y Dios? Es imposible imaginar a un joven nazareno spinozista. Pero si fuera posible, el sufrimiento humano injusto y desigual que la naturalización descalificadora ha causado y sigue causando en tanto ser humano (esclavitud, limpieza étnica, racismo, sexismo, homofobia) serían heridas infligidas a la humanidad. Y la deforestación industrial de los bosques, la contaminación de los ríos, la minería a cielo abierto, el fracking también serían heridas esta vez infligidas a la madre tierra. Juntas, tales heridas constituirían una crucifixión inmensa y permanente. Un segundo y mucho más doloroso calvario.
La pandemia del coronavirus es la primera noticia teológica del siglo XXI. ¿El anuncio inaugural del Evangelio de San Juan «y el verbo se hizo carne» tiene que ser reemplazado por el anuncio del crepúsculo «y el verbo se convirtió en virus»? En cualquier caso, se anuncia una nueva teología. Parte de una nueva proposición, la proposición 37 de la Primera Parte de la Ética de Spinoza puede formularse de muchas formas en los diferentes lenguajes y cosmovisiones del mundo y, a la manera spinoziana, puede ir seguido de demostraciones, explicaciones, axiomas, escolios o corolarios. En el mundo eurocéntrico, la proposición se puede formular así:
Proposición: La naturalización cartesiana de tanto ser humano, provocada por la dominación capitalista, colonialista y patriarcal, ocurrió en paralelo con la naturalización cartesiana de toda vida no humana, y resultó en un inmenso sacrificio en el altar global de los ídolos del dinero y el poder.
Demostración: Así como la vida humana es una pequeña parte de la vida no humana en el planeta, el sacrificio de la vida no humana fue inmensamente más amplio, pero fue ocultado con éxito por el pensamiento dominante al servicio de los ídolos.
Explicación: El sacrificio de la vida no humana no encontró otra forma de ser conocido y denunciado que contagiando los altares y los ídolos con sus heridas.
Axioma: El virus es la prueba más convincente en este siglo de la existencia de Dios.
Corolario I: Un Dios sospechoso es un peligro fatal para los ídolos del dinero y el poder.
Corolario II: Un Dios sospechoso es finalmente un consuelo eficaz y perenne para la madre tierra y para todos aquellos que, estando más cerca de ella, fueron condenados junto con ella, los condenados de la tierra de Franz Fanon. Traducción de Bryan Vargas Reyes
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*Académico portugués. Doctor en sociología, catedrático de la Facultad de Economía y Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra (Portugal). Profesor distinguido de la Universidad de Wisconsin-Madison (EE.UU) y de diversos establecimientos académicos del mundo. Es uno de los científicos sociales e investigadores más importantes del mundo en el área de la sociología jurídica y es uno de los principales dinamizadores del Foro Social Mundial. En Público.es y enviado a Other News por el autor