Por Juan Antonio Sanz – Público.es
Se cumplen 20 años de la entrada de las tropas de Estados Unidos y sus aliados en Irak, donde acabaron con la dictadura de Saddam Hussein y abrieron una brecha de inseguridad y caos en Oriente Medio que perdura en nuestros días.
La guerra que hace veinte años desató Estados Unidos en Irak no terminó en 2011 con la retirada «oficial» estadounidense de ese país árabe. La invasión, acometida sin el permiso de la ONU, dejó un país dividido, destruyó su infraestructura económica y, en lugar de promover la democracia, sentó las bases de un Estado fallido, promovió la tribalización y dejó un caldo de cultivo perfecto para el islamismo radical.
Al tiempo, la larga guerra despejó la entrada del tradicional enemigo de Irak, el régimen fundamentalista iraní, en la política del país árabe y perpetuó su territorio como un campo de batalla entre suníes y chiíes que repercutirá aún muchas décadas en la seguridad regional, desde el Golfo Pérsico hasta el mar Caspio, desde Siria hasta Afganistán.
El reciente pacto promovido por China entre Irán y Arabia Saudí podría frenar el enfrentamiento entre Teherán y Riad en las arenas iraquíes, pero también abre las puertas a una división de facto de Irak.
Irak, un modelo para Putin
Irak fue otro de los fracasos de la agresiva política exterior estadounidense, manifestada antes en Vietnam, Camboya, Somalia, Serbia, Afganistán y Libia, por citar solo un puñado de ejemplos en los que la guerra fue la consecuencia de la diplomacia del caos. En otros lugares, como Latinoamérica, se optó por los golpes de Estado, las acciones paramilitares más o menos encubiertas, la protección de dictaduras militares afines y la desestabilización económica. El objetivo era el mismo: doblegar cualquier conato de desafío, democrático o no, hacia Washington.
La invasión de Ucrania por Rusia hace poco más de un año repite muchos de los patrones de la invasión de Irak por Estados Unidos y la coalición internacional que se organizó a base de mentiras y desinformación sobre la existencia de armas de destrucción masiva en manos del régimen de Saddam Hussein.
La invasión de Irak respondía sobre todo a los intereses geopolíticos y económicos de Estados Unidos, Gran Bretaña y algunos de esos aliados en Oriente Medio. Se abría la espita para que regímenes autocráticos, como el del presidente Vladímir Putin, repitieran esa agresión sobre sus vecinos para sustentar con la violencia sus intereses geoestratégicos.
Incluso el uso por EEUU de mercenarios en la invasión y ocupación de Irak, los Blackwater, por ejemplo, ha sido replicado por Rusia en Ucrania con el Grupo Wagner.
Con unas acusaciones falsas sobre la presunta posesión por el régimen de Saddam Hussein de armas de destrucción masiva (se apuntaba a todo un arsenal de armas químicas), empezaron a entrar en Irak el 20 de marzo de 2003 los 300.000 soldados de la coalición internacional liderada por Estados Unidos con Gran Bretaña como su mano derecha y con países como España cerrando filas entusiasmados por esta desusada cruzada.
La victoria fue rápida y las grandes operaciones bélicas tardaron poco menos de un mes en sentenciar el destino del régimen iraquí. La ocupación, sin embargo, duró más de ocho años y cambió totalmente el escenario de Oriente Medio, dando una preeminencia a las monarquías árabes del Golfo Pérsico, aliadas en su mayor parte de Estados Unidos, que les dejó manos libres en conflictos como el de Yemen.
La guerra de Irak, capítulo central de «la guerra contra el terror»
Si ya el presidente estadounidense George Bush acometió la liberación del Kuwait invadido por Irak con la épica operación Tormenta del Desierto entre agosto de 1990 y febrero de 1991, su hijo George W. Bush, quiso terminar lo que su padre había dejado incompleto (la decapitación del régimen iraquí).
Bush junior ya había puesto en marcha la «guerra contra el terror» que, tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 en territorio estadounidense, llevó la ira militar de Washington a Afganistán, Irak, Siria, Libia y Yemen, con más de un millón de muertos, en su mayoría civiles en el recuento de víctimas.
En Irak fallecieron entre 100.000 y 600.000 personas
Solo en Irak las cifras de muertos en la guerra son disparatadas, incluso si se toman los datos más optimistas. Entre 100.000 y 600.000 muertos, a causa de la guerra y de la catástrofe humana causada por ésta.
La operación Libertad para Irak llevó a la caída de Saddam Hussein, quien había gobernado su país con mano de hierro desde 1979, y a su ejecución en 2006. Hussein curiosamente había sido un notable aliado de Estados Unidos al contener al régimen de los ayatolás iraníes en la larga guerra de 1980 a 1988. Sin embargo, su invasión de Kuwait en 1990 le puso en la lista de los malvados. Fue entonces cuando se utilizaron las grandes matanzas antaño ordenadas por Saddam contra disidentes y minorías étnicas como otro de los argumentos para derribarlo.
Se acusó a Saddam de tener esas armas de destrucción masiva en sus arsenales (algo que nunca pudo ser demostrado y por cuya falsedad el primer ministro británico entonces, Tony Blair, pidió después disculpas) y se difundieron las sospechas de que podría haber ayudado a la red terrorista islamista Al Qaeda para lanzar los ataques del 11S, otra acusación para la que tampoco hubo jamás pruebas.
Lo cierto es que fueron la caída de Saddam y la posterior salida en 2011 de las tropas estadounidenses las que llevaron a Irak a las fuerzas radicales del Estado Islámico. Las unidades militares estadounidenses hubieron de retomar en 2014 su lucha contra los yihadistas aliados con el Ejército iraquí y otra coalición internacional, hasta su derrota a fines de 2017.
La herencia de Irak en Ucrania
Aunque hoy día se opta por no hurgar en las cosas del pasado para explicar el presente, los fallos de Estados Unidos en Irak, su fracaso en Afganistán e incluso su derrota indirecta en Siria pueden rastrearse en el revanchismo que ha llevado a Washington a convertir la guerra de Ucrania en una contienda por delegación contra Rusia.
Ciertamente el conflicto ucraniano se puede explicar por el despotismo y megalomanía de Vladímir Putin, las amenazas que Rusia ha sentido con el avance de la OTAN hacia sus fronteras y por el desafío lanzado por un país, Ucrania, que no quiso aceptar lo que el sentido común geopolítico recomendaba antes de producirse la invasión rusa, esto es, asumir un papel de Estado neutral y no avanzar hacia el estatus de brazo armado de Estados Unidos ante la frontera rusa.
Pero no solo. Hace 20 años, Washington intentaba controlar Oriente Medio. Ahora pretende hacer lo mismo con Extremo Oriente a costa de los intereses y seguridad de China, y para ello aprovecha la incertidumbre en Europa, área prioritaria para el comercio chino. Con su invasión, Putin le ha puesto en bandeja a la Casa Blanca las circunstancias para apostar por la política de las cañoneras inaugurada por EEUU en el siglo XIX y que ahora enfila hacia Moscú y Pekín.
Sin embargo, todo indica que Washington no aprendió mucho en Irak. Dejó un país devastado e hizo lo mismo en Afganistán, donde la retirada estadounidense en 2021 y la reocupación de Kabul por el ejército talibán parecen remarcar esa estrategia tan estadounidense de entrar en un sitio, provocar el caos, hacer como si se tratara de reconstruir el lugar y después poner los pies en polvorosa y dejar el sitio empantanado. Ahora se pretende hacer lo mismo en Ucrania.
Bush junior apostó por quitar a Saddam Hussein y lo logró a costa del caos. El presidente Joe Biden apunta ahora a la cabeza de Putin, pero el error de cálculo puede ser en esta ocasión garrafal.
El Tribunal Penal Internacional de la Haya acaba de emitir una orden de detención contra Vladímir Putin por su presunta responsabilidad en la comisión de crímenes de guerra en Ucrania. Pero no fue Putin el primero en desencadenar una guerra injustificada.
Con ocasión del aniversario de la guerra de Irak, se debería recordar que esta contienda la iniciaron, sin el permiso de la ONU, algunos de los países que ahora acusan, con razón, a Rusia de lanzar una invasión ilegal.
Se trató, como en Ucrania, de un uso de la fuerza ilegal para romper el orden establecido y violentar la soberanía de un país. Por tanto, punible por el derecho internacional. Se podría haber incluso sentado en el banquillo a George Bush, al británico Tony Blair o incluso al entonces presidente del Gobierno español, José María Aznar (los tres de la reunión de las Azores), por dar vía libre a crímenes contra la paz. Por supuesto, esto no ocurrió y nunca sucederá.