Trump convierte a las ciudades estadounidenses en “campos de entrenamiento” ¿de una guerra civil?

Por Jorge Luis Sierra* – Diario Red

Por primera vez un presidente de EE.UU. propone, abiertamente, usar las calles como telón de fondo de la preparación militar.

Donald Trump lo dijo sin rodeos frente a más de 800 generales y almirantes reunidos en Virginia: las ciudades peligrosas de Estados Unidos deben servir como “campos de entrenamiento” para las fuerzas armadas. La frase, pronunciada en medio de un discurso plagado de ataques contra la “corrección política” y elogios al renombrado “Departamento de Guerra”, marca un punto de inflexión. Por primera vez un presidente estadounidense propone, abiertamente, usar las calles como telón de fondo de la preparación militar. Los medios estadounidenses han visto estas políticas como la preparación de una guerra civil.  

La reunión, que convocó a la plana mayor de los mandos militares desde Asia y Europa y tuvo un costo millonario, fue más un acto político que una sesión de estrategia. Trump aprovechó para proyectar poder frente a su secretario de Defensa, Pete Hegseth, y frente a los propios comandantes, caracterizándolos como figuras de “central casting”. Pero el verdadero mensaje fue otro: las calles estadounidenses se convierten en laboratorios de guerra urbana. 

Históricamente, la presencia del ejército en suelo nacional ha estado limitada por la Posse Comitatus Act de 1878, que prohíbe a las fuerzas armadas participar en funciones de aplicación de la ley interna, salvo autorización expresa del Congreso. Esa norma nació para evitar que los presidentes usaran al ejército como herramienta de control político. Sin embargo, Trump intenta reinterpretarla, normalizando la presencia militar armada en Washington D.C., Los Ángeles y, según ha insinuado, en Nueva York, Chicago y Baltimore. 

El antecedente inmediato más conocido es la tragedia de Kent State en 1970, cuando la Guardia Nacional de Ohio abrió fuego contra estudiantes que protestaban contra la guerra de Vietnam, matando a cuatro e hiriendo a nueve. También está el recuerdo de la militarización posterior al 11 de septiembre, cuando la “guerra contra el terrorismo” expandió las operaciones de vigilancia y seguridad interior. Sin embargo, nunca un presidente había planteado abiertamente usar ciudades estadounidenses como campo de entrenamiento castrense. 

Las implicaciones sociales de esta guerra urbana son profundas. Para las comunidades latinas, afroamericanas e inmigrantes, esta propuesta no es abstracta: ya viven bajo la presión de redadas y operativos que se ejecutan con tácticas y planes militares. Basta recordar la invasión de ICE e coordinación con la Guardia Nacional en el parque McArthur de Los Ángeles, o  lo ocurrido en San Bernardino, California, cuando agentes encapuchados dispararon contra un migrante y su familia en un auto. Convertir esas ciudades en “entrenamiento” militar equivale a institucionalizar lo que hasta ahora se presentaba como operativos excepcionales. 

Trump sostiene que el objetivo es combatir el crimen y la crisis de personas sin techo. En realidad, el trasfondo es político. Estas ciudades están gobernadas por demócratas, son bastiones de minorías raciales y suelen rechazar sus políticas migratorias. Usar tropas armadas en ellas envía un mensaje doble: disciplinar a los adversarios políticos y ofrecer a su base electoral la imagen de un presidente que impone orden a toda costa. La militarización funciona así como propaganda electoral en la antesala de elecciones legislativas cruciales y de su propio segundo término. 

El discurso de Trump también encaja con su estrategia exterior. Mientras ordena ataques militares contra embarcaciones venezolanas bajo el argumento de que transportan drogas, promueve la idea de una “guerra total” contra carteles y gobiernos enemigos en el hemisferio. Es la misma lógica aplicada hacia dentro y hacia fuera: Estados Unidos como nación en guerra permanente. Esa narrativa fortalece la percepción de un presidente fuerte y decidido, aunque los costos democráticos sean enormes. 

Los riesgos son múltiples. Primero, el debilitamiento del control civil sobre los militares: al asignarles funciones de entrenamiento en ciudades, Trump difumina los límites entre defensa nacional y orden interno. Segundo, la erosión del debido proceso: en ambientes militarizados, conceptos como “peligro inminente” se vuelven excusas para el uso desproporcionado de la fuerza. Y tercero, la normalización de un estado de excepción: si los barrios pobres y las comunidades inmigrantes se convierten en “campos de entrenamiento”, la militarización pasará de ser táctica a estructural. 

Human Rights Watch y Amnistía Internacional han advertido en otras ocasiones que la militarización de la seguridad interna viola estándares internacionales de derechos humanos. La doctrina internacional es clara: los ejércitos están diseñados para enfrentar enemigos externos, no para patrullar calles ni interactuar con civiles. En democracia, esa tarea corresponde a cuerpos policiales sujetos a controles judiciales y políticos. 

En el plano legal, las propuestas de Trump chocan directamente con la Posse Comitatus Act. Aunque existen excepciones, como la Insurrection Act que permite desplegar tropas en situaciones de emergencia extrema, el uso de ciudades como entrenamiento carece de justificación legal. Más aún, refuerza la percepción de que el presidente utiliza a las fuerzas armadas como instrumento político y electoral. 

Lo que preocupa no es solo la propuesta en sí, sino la falta de contrapesos efectivos. El Congreso, dividido y en parte cooptado por el trumpismo, carece de voluntad para frenar al Ejecutivo. La Corte Suprema, inclinada hacia la derecha, podría avalar interpretaciones amplias del poder presidencial. Y la opinión pública, saturada de discursos de “ley y orden”, puede normalizar la militarización como un mal necesario. 

El resultado es un círculo peligroso: se justifica la presencia militar por la inseguridad, pero la militarización genera más tensiones y abusos, lo que a su vez alimenta la demanda de más control. En ese ciclo, los derechos civiles quedan relegados a un papel secundario, como ocurrió en la era del Patriot Act, que permitió una vigilancia masiva que años después fue revelada por Edward Snowden. 

Trump, fiel a su estilo, intenta convertir cada crisis en espectáculo político. Renombrar al Departamento de Defensa como Departamento de Guerra no es un gesto simbólico menor. Reafirma una visión del poder basada en la confrontación y la imposición. Al sugerir que ciudades estadounidenses sirvan de campo de entrenamiento, el presidente borra la frontera entre ciudadano y enemigo, entre espacio civil y zona de combate. 

La historia estadounidense muestra que estas decisiones nunca son inocuas. Cuando los presidentes usan al ejército para controlar a la población interna, las consecuencias se cuentan en muertos, en libertades restringidas y en erosión institucional. El caso de Kent State sigue siendo una herida abierta. Hoy, medio siglo después, Trump parece dispuesto a repetir la fórmula, con la diferencia de que esta vez no es reacción a una protesta puntual, sino una estrategia deliberada de gobierno. 

El dilema que enfrenta Estados Unidos es claro: permitir que la lógica de la guerra reemplace al orden civil o reafirmar los principios democráticos que limitan el poder presidencial. Lo que está en juego no es solo la seguridad de unas cuantas ciudades, sino el sentido mismo de la democracia estadounidense. Normalizar que las calles se conviertan en campos de entrenamiento militar es aceptar que la línea entre libertad y miedo se borre poco a poco, hasta que solo quede un país en estado de excepción permanente. 

*Jorge Luis Sierra, periodista y editor mexicano-estadounidense.