Por Diego E. Barros* – Contexto y Acción (CTXT)
El joven político, musulmán y socialista, se hace con la alcaldía de Nueva York y regala a las desaparecidas élites demócratas una gran victoria en números –nueve puntos de ventaja– y en capital simbólico.
Zohran Mamdani, nacido en Kampala (Uganda), de 34 años, musulmán y socialista se convirtió ayer en el alcalde número 111 de Nueva York, la ciudad más poblada de EE. UU. El primer musulmán y el segundo socialista, características que hasta hace poco pesaban en EE. UU. como la letra escarlata de Nathaniel Hawthorne.
Lo hizo de manera abrumadora, con nueve puntos de ventaja sobre Andrew Cuomo, último heredero de una dinastía política caída en desgracia (gobernador e hijo de gobernador), derrotándolo por segunda vez tras unas primarias demócratas de junio en las que, como ayer, no solo le pasó por encima a él sino a todo el aparato de su partido, la élite económica de la ciudad y, por supuesto, al mismísimo presidente Donald Trump. Porque ha sido Trump el gran perdedor de una noche electoral en la que aunque los ojos estaban puestos en Nueva York: había varios frentes abiertos que se cerraron con derrotas republicanas, incluyendo las nuevas gobernadoras de Nueva Jersey y Virginia, así como la Proposición 50 en California. Esta iniciativa está destinada a contrarrestar la restructuración de los distritos electorales que varios estados republicanos (Texas, Missouri y Carolina del Norte) están llevando a cabo para asegurarse hasta una decena de nuevos asientos en la Cámara de Representantes de cara a las elecciones de medio mandato que se celebrarán en noviembre del año que viene.
Contra todo y contra todos: venció Mamdani, con su eterna sonrisa, su dominio del lenguaje de las redes sociales y su capacidad para los idiomas de la empatía, de la calle, de escuchar a los que no tienen voz para hablar en su nombre. Ha sido probablemente la campaña política mejor diseñada y ejecutada desde la de Barack Obama en 2008. Cuarenta y cinco minutos después del cierre de los colegios a las nueve de la noche (hora del este), las principales cadenas de televisión daban por segura su victoria, confirmada enseguida por Associated Press. Casi de inmediato, en su cuenta de X, apareció un breve mensaje en forma de vídeo, de apenas diez segundos: las puertas de un vagón del metro de la ciudad se abren al llegar a la estación City Hall, mientras una voz anuncia a los viajeros: “La próxima y última parada es el Ayuntamiento”.
El trayecto ha sido rápido, casi fulgurante: ha durado un año y junto a Mamdani ha viajado un ejército de 100.000 voluntarios creado en apenas unos meses que consiguieron llegar a más de tres millones de puertas y pedir el voto para un candidato que repetía un argumentario con tres puntos que destacaban por encima del resto: transporte público gratuito, congelación de los alquileres controlados hasta 2030 y guarderías sin coste para los niños menores de cinco años. En una de las ciudades más caras del mundo, que se ha vuelto invivible para una gran mayoría de sus habitantes –que simplemente sobreviven–, la palabra clave resultó ser asequibilidad.
Una ciudad, capital del mundo, convertida en metáfora de las contradicciones que arrastra todo el país en el que el 1 % más rico abarca el 90 % de la riqueza, los recursos y, claro, el poder.
Mamdani le ha regalado a unos necesitados demócratas una gran victoria en números, en capital simbólico, que sin embargo se resisten a aceptar. Y lo ha hecho con una campaña de frente amplio, reeditando esa coalición arcoíris, multicultural e interclasista creada por Bernie Sanders en 2016 y reeditada apenas un rato por Joe Biden en 2020; hablando en un idioma reconocible en la calle y por la calle, puerta a puerta y barrio a barrio, sin estridencias y con exquisitas maneras. Lejos de los exabruptos del presidente y sus legiones de MAGA, ha sido Mamdani el que ha demostrado que es posible volver a hablar de política para ensanchar el horizonte de lo posible. Sin hacerlo en contra de nadie porque no sobra nadie, solo aquellos cuya única acción es desposeerte de tus derechos y, en último lugar, de tu humanidad.
A Trump dirigió personalmente uno de sus mensajes en el discurso de la victoria: “Escúcheme, presidente Trump, cuando digo esto: para llegar a cualquiera de nosotros, tendrá que pasar por encima de todos nosotros”. Mamdani contrapunteaba en esta frase a uno de los políticos demócratas que más explícitamente le está aguantando el pulso a Trump, el gobernador de Illinois, J.B. Pritzker, quien el pasado noviembre advirtió a un recién elegido presidente: “Si viene a por mi gente, tendrá que pasar por encima de mí”. Pese a que ayer pudo pasar desapercibida, en boca de Mamdani la frase explicitaba un giro conceptual, casi copernicano, en el panorama político estadounidense: del yo al nosotros.
Es posible que Mamdani sea joven (lo es) e inexperto (quién no lo fue alguna vez), como le achacan no pocos críticos, pero sin duda es depositario de una tradición curtida en mil batallas que han forjado los derechos que hoy disfrutamos en nuestras maltrechas democracias. El suyo es un legado que se extiende desde Eugene V. Debs –al que citó nada más comenzar, “puedo ver el amanecer de un mejor día para la humanidad”–, hasta los jóvenes que un día no hace tanto se atrevieron a Occupy Wall Street, pasando, por supuesto, por Bernie Sanders, las luchas por los derechos civiles, y la poesía de un Woody Guthrie que, en palabras del ya alcalde electo, sonó a “esta ciudad es vuestra ciudad y esta democracia es vuestra también”.
La suya, en definitiva, ha sido una campaña y victoria, para “aquellos que se niegan a creer que la promesa de un mejor futuro es una reliquia del pasado”. Quién podría sospechar que entre tanta destrucción y en plena apoteosis de la maldad, hay votantes, incluso de izquierdas (que existen, sobre todo entre jóvenes y minorías, pese a lo que nos dicen desde hace tiempo los medios liberales), que todavía responden a los viejos estímulos de la izquierda: el primer paso para hacer realidad la utopía, hablar de ella. Lo primero que hizo la campaña de Mamdani fue desterrar de su discurso el cerco neoliberal que había encerrado toda imaginación política en los confines del statu quo capitalista. Un tablero de juego en el que se disponen cartas marcadas a diestra y siniestra (sistémica, asimilada, normie) y cuya jugada solo permite la conversación política en el contorno de la llamada guerra cultural: los derechos civiles de minorías y las identidades. Una partida con final prefijado en el que la derecha (¿mundial?) ha intercambiado el debate económico por el nacionalismo identitario y las ansiedades existenciales de corte racista. Un territorio bien conocido en el conservadurismo estadounidense, siempre presto a sacar a pasear su supremacismo blanco.
Tras once meses del segundo gobierno Trump, con las reglas básicas de la democracia en suspenso y pendientes de resoluciones judiciales que esperan turno en la mesa de una Corte Suprema bajo sospecha, y el miedo campando a sus anchas por las calles del país que transitan personas que salen por las mañanas a trabajar sin saber si por las noches volverán a sus casas a abrazar a sus hijos, Ta-Nehisi Coates se preguntaba hace poco por la apatía en las señales que emitían los principales líderes demócratas: “Estamos en un momento en el que la gente se pregunta por qué el Partido Demócrata no puede defenderse de este ataque a la democracia… Yo les diría que, si no puedes trazar la línea en el genocidio, probablemente tampoco puedas trazarla en la democracia”.
Ha sido también Mamdani uno de los pocos que se atrevió a disparar a la línea de flotación demócrata, a romper el silencio defendiendo de manera inquebrantable al pueblo palestino y condenando el genocidio de Israel en Gaza. Le ha costado insultos y descalificaciones: desde el consabido antisemita a que le llamaran “apologeta del 11-S” y verse representado en caricaturas montado en un avión en dirección a unas Torres Gemelas todavía en pie.
Hijo de intelectuales, la cineasta india Mira Nair y el académico de Columbia Mahmoud Mamdani, el triunfo del nuevo alcalde de Nueva York significa también la consagración de una alternativa, quizás un movimiento tectónico de intensidad creciente a la izquierda que el Partido Demócrata. Lo intentó sin éxito el propio Sanders en 2016 y 2020 (solo la intervención de Obama acabó poniendo orden en unos preocupados cuadros en torno a Biden). Con más mala intención que conocimiento, hace unos días le preguntaban al líder de la minoría demócrata en la Cámara, Hakeem Jeffries, si Mamdani era “el futuro del Partido Demócrata”. Jeffries, probablemente el jefe demócrata con más limitaciones en décadas, rehusaba contestar. La respuesta es sencilla si tenemos en cuenta que, más allá de la titánica labor que le espera por delante, Mamdani no es nacido en EE.UU., lo que corta de cuajo cualquier tentación presidencial. Jeffries solo apoyó públicamente al nuevo alcalde hace unos días. Chuck Schumer, líder de los demócratas en el Senado, no lo ha hecho. Tampoco el siempre presente (en pensamiento, obra y hasta en omisión) Obama. No son pocos los que ven necesario una catarsis en un partido necesitado de un propio movimiento MAGA que sacuda sus estructuras. Las miradas se colocan, de nuevo, en Alexandria Ocasio Cortez, pero la congresista del Bronx sigue jugando al despiste y se deja querer: desde una carrera senatorial (contra el propio Schumer) a un posible órdago presidencial. Para esta pantalla queda mucho y muchos son los aspirantes que ya presumen de credenciales: Gavin Newsom, gobernador de California; el mencionado J.B. Pritzker, encabezan las apuestas.
La victoria de Mamdani a la postre resultó una sorpresa, aunque no mucho. La aventuraban todas las encuestas que se sucedían las últimas semanas y que le daban una ventaja sobre Cuomo de hasta dos dígitos. Le favorecía la presencia de un tercero en discordia, Curtis Sliwa, un histriónico candidato-agitador republicano sin ninguna opción en una plaza enteramente demócrata. Su negativa a abandonar era un regalo para el candidato socialista. Quizá el momento definitivo y que permitió augurar una victoria segura fue cuando el equipo del Mamdani se atrevió a encarar la carta de la islamofobia en una ciudad con más de un millón de musulmanes. Lo hizo en un vídeo que, sin duda, sin el capital político amasado hasta el momento, no hubiera sido posible. En otras palabras: el video era la prueba de que la victoria era (casi)segura.
Los demócratas se dieron ayer una fiesta que, según el presidente Trump, se debió exclusivamente a que él “no estaba en las papeletas” (si el anticonstitucional tercer mandato no se produce, no lo estará ya más) y a un cierre del gobierno que dura ya más de un mes. Lo cierto es que más allá de interpretaciones, proyecciones a futuro y propaganda salida de la Casa Blanca, una cosa parece clara: la popularidad de Trump está bajo tierra; y, a no ser que uno sea un cretino fascista, ver a encapuchados sueltos por las principales ciudades del país desapareciendo a gente y rompiendo familias que solo buscan cumplir su propia versión del sueño americano no acaba de convencer a una parte importante de estadounidenses que, al final, acaba demostrando su enfado en las urnas. Próxima parada, noviembre de 2026.
*Diego E. Barros estudió Periodismo y Filología Hispánica. En su currículum pone que tiene un doctorado en Literatura Comparada. Es profesor de Literatura Comparada en Saint Xavier University, Chicago.
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