¿A Quién le Importa lo que Ocurrió en 1973?

Por Beatriz Silva* – Contexto y Acción (CTXT)

Chile se encuentra a las puertas de unas elecciones presidenciales que definirán no solo dos modelos antagónicos de país sino también hasta qué punto lo que ocurrió durante la dictadura sigue marcando la vida política.

En su libro Calle Londres 38, Phillipe Sands revela una cuestión que hasta ahora nadie había puesto por escrito en Chile. Muchas personas detenidas desaparecidas durante la dictadura podrían haber acabado convertidas en harina de pescado, un producto que a principios de los años setenta se utilizaba principalmente para alimentar pollos. Sabíamos que se habían dinamitado cuerpos y lanzado cadáveres al mar, pero este macabro método para hacer desaparecer los restos de los adversarios políticos aún no estaba registrado. Las personas más conocedoras lo sospechaban y había salido en alguno de los testimonios de los muchos procesos abiertos, pero la justicia no había investigado ni formaba parte del debate público.

Como otros episodios de la dictadura chilena, es un capítulo pendiente de escribir en una memoria histórica que sigue inconclusa, abriéndose paso a medida que surgen nuevas evidencias. Una de las más impactantes llegó en 2007 de la mano de un personaje hasta ese momento desconocido, Jorgelino Vergara, “el mocito”. Siendo un adolescente, Vergara había servido en la casa de Manuel Contreras, el jefe de la policía secreta de la dictadura chilena, la DINA, que lo envió a hacer el mismo trabajo en uno de sus centros de detención y exterminio. “El mocito” se convirtió en la persona que se encargaba de servir café a los agentes mientras torturaban y luego limpiaba la sangre. Una figura silenciosa que no participaba, pero presenciaba todo.

Su confesión llegó casi por casualidad dos décadas después de la recuperación de la democracia y permitió que 74 agentes de la DINA fueran declarados reos y sacar a la luz la existencia de un importante centro de tortura y exterminio del que no se tenía noticia, el cuartel de la Brigada Lautaro en la calle Simón Bolívar de la capital. No se conocía porque ninguna de las personas que había pasado por este lugar había sobrevivido para contarlo y no formaba parte, por esto, de los informes oficiales de Estado que documentan los crímenes de la dictadura, el Rettich y el Valech. Tampoco lo conocían los abogados de la Vicaría de la Solidaridad, la organización que actuaba como Ministerio de Justicia en la sombra entrevistando a las víctimas y recopilando información sobre las violaciones a los derechos humanos que los tribunales se negaban a investigar.

Hasta el día de hoy no se sabe la cifra exacta de las personas que pasaron por el cuartel Simón Bolívar que fue demolido y convertido en un condominio de casas adosadas mucho antes de las revelaciones de Jorgelino Vergara. Hoy, un modesto memorial recuerda a las víctimas en una plazoleta cercana donde se han grabado algunos nombres, pero se han dejado también espacios en blanco porque, como la memoria democrática de Chile, es un capítulo a medio escribir. Llenar estos vacíos depende en gran parte del gobierno que salga de las urnas en las elecciones que se celebrarán el 16 de noviembre, en primera vuelta, y el 14 de diciembre, en segunda.

En estas, dos de las cuatro primeras preferencias de voto se sitúan en el espectro de la nueva extrema derecha que reivindica la dictadura. De hecho, las encuestas dan la victoria al líder del Partido Republicano, José Antonio Kast, que ha pedido en varias ocasiones el indulto para Miguel Krassnoff, un exmilitar que acumula más de mil años de cárcel por violaciones a los derechos humanos. Aunque la candidata de la coalición de centroizquierda gobernante, la comunista Jeannette Jara, encabeza las encuestas con una media de 29,5% de intención de voto, seguida por Kast con 23,9%, la extrema derecha y la derecha tradicional suman en los sondeos el 50% de votos necesarios para imponerse en segunda vuelta.

En juego está el modelo de país que se impondrá en los próximos años. En 2019 Chile vivió un estallido social que fue la culminación de un proceso de crisis iniciado en 2011 con grandes movilizaciones estudiantiles, y que desde entonces no se ha podido cerrar. Los dos intentos fallidos de reemplazar la Constitución heredada de Pinochet bajo el mandato de Gabriel Boric no han hecho más que evidenciar que el país sigue sin cerrar las heridas del pasado y sin tener un proyecto compartido de futuro. Uno que procure unos derechos sociales básicos a una sociedad que puso todo en manos del mercado, pero que proporcione también herramientas para preservar la democracia.

Estas elecciones se presentan dicotómicas y, aunque en la papeleta habrá ocho alternativas posibles, la contienda se decidirá entre la opción oficialista, encarnada por la exministra del Trabajo Jeannette Jara, y la de una nueva extrema derecha pinochetista que mira al pasado dictatorial en lo político, pero también en lo económico. Tanto José Antonio Kast como Johannes Kaiser, líder de la otra formación de extrema derecha que con un 10,8% de intención de voto se sitúa en cuarto lugar en los sondeos, son grandes defensores del modelo neoliberal impuesto por Pinochet al que añaden promesas de mano dura con la inmigración y la inseguridad. Promesas que no difieren mucho de las de Evelyn Matthei, representante de la derecha tradicional, que con un 15,4% de intención de voto no ha sido capaz de mostrarse como una alternativa más cercana al centro.

El o la candidata que finalmente se ponga la banda presidencial decidirá entre dos caminos: si Chile sigue invirtiendo en una agenda social que intente reducir la desigualdad con una mayor presencia del Estado en salud, pensiones o educación, como ha intentado hacer el Gobierno de Gabriel Boric, o si opta por recortar impuestos e imponer una melodía parecida al Hagamos Chile grande de nuevo. Desde la izquierda se recela de las promesas de Kast de recuperar políticas discriminatorias contra las mujeres y las minorías, y de los efectos del ajuste fiscal de 6.000 millones de dólares en 18 meses que ha anunciado. Desde la derecha se alimenta el miedo a la inseguridad, a la inestabilidad y a la influencia del Partido Comunista en el que milita la candidata de centroizquierda.

“Sinceramente, ¿a quién le importa lo que ocurrió en 1973?”. La pregunta la soltó en julio pasado uno de los diputados de la formación de José Antonio Kast. Lo hizo después de que Johannes Kaiser afirmara que volvería a apoyar el golpe de Estado con todas sus consecuencias, es decir, las muertes y las violaciones a los derechos humanos. Aunque en los debates electorales esta cuestión no ha ocupado un lugar protagónico, basta mirar la franja electoral con imágenes de Kast disfrazado de Pinochet y del bombardeo a La Moneda para constatar que lo que ocurrió en 1973 sí importa. También que, por primera vez desde el fin de la dictadura, se ha consolidado en Chile una extrema derecha que reivindica de forma desacomplejada el pinochetismo y cree, además, que hacerlo suma votos.

Una que no solo legitima el quiebre de la democracia y las violaciones a los derechos humanos, sino también las recetas económicas de una dictadura que normalizó una sociedad enormemente desigual donde un 1% de la población acumula el 50% de la riqueza. Un modelo que la exministra del Gobierno de Bachelet Clarisa Hardy define como de progreso no inclusivo, porque a pesar de que erradicó la extrema pobreza y mejoró las condiciones materiales de vida de casi toda la población, ha mantenido las brechas de desigualdad, así como la precariedad de una gran parte de la ciudadanía. Un modelo donde todo aquello que es esencial para el mantenimiento de la vida, como la salud, la educación y las pensiones, ha sido puesto en manos del mercado.

En el epílogo de Chile, 50 años después, Carlos Castresana, autor de la denuncia que dio lugar al procesamiento de Augusto Pinochet, constata la necesidad de que Chile no solo avance en los juicios pendientes y en la reparación a las víctimas, sino también en un nuevo contrato social que garantice a todos los chilenos y chilenas una vida digna y libre de violencia. Uno que comprenda no solo el derecho a la libertad política y a la no repetición de los crímenes del pasado, sino también el derecho a la salud, a la educación, a la vivienda, al salario digno y a todas aquellas cuestiones que el modelo económico neoliberal puso en cuestión y que se juegan una vez más en estas elecciones.

*Beatriz Silva es una periodista y política española nacida en Chile. Desde 2017 es diputada en el Parlament de Catalunya por el PSC.