Por Ariel Dorfman* – Voces del Mundo
El general Augusto Pinochet, el hombre fuerte que impuso un régimen de terror en Chile de 1973 a 1990, debe estar sonriendo en su tumba.
Su acérrimo defensor y admirador, José Antonio Kast, acaba de ser elegido presidente de Chile. Kast, un político de derechas que ha elogiado la dictadura militar y que en una ocasión dijo que si Pinochet estuviera vivo “habría votado por mí”, ganó por un margen abrumador el pasado domingo, superando a su opositora de centroizquierda por unos 16 puntos. Es la primera vez desde la restauración de la democracia en Chile hace 35 años que un partidario de la dictadura alcanza un cargo tan alto.
La victoria de Kast no es necesariamente un respaldo público a su veneración por Pinochet. Sus promesas de campaña apelaron a una población enojada, cansada y confundida, ansiosa por un cambio radical: la promesa de expulsar a cientos de miles de inmigrantes indocumentados, la lucha contra la delincuencia y el narcotráfico, la promesa de recortar drásticamente el gasto público e impulsar el crecimiento económico. El Sr. Kast, un católico ultraconservador, también se opone al aborto, al matrimonio igualitario, a la protección de la identidad de género y a los derechos de los indígenas.
Algunos podrían considerar su ascenso como un ejemplo más de la alarmante tendencia mundial hacia el autoritarismo nativista, y así es. Pero la consiguiente rehabilitación de uno de los autócratas más infames del continente supone un revés particularmente doloroso en un país donde muchos consideraban ganada la larga lucha por la democracia.
En 1973, los militares, con el Sr. Pinochet al mando, derrocaron al gobierno democráticamente electo de Salvador Allende. El general procedió a cerrar el Congreso, torturar y asesinar a miles de partidarios del Sr. Allende y perseguir y exiliar a muchos más. El poder del Sr. Pinochet comenzó a decaer a finales de la década de 1980, y la democracia en Chile finalmente se restableció en 1990. En 1998, fue arrestado en Londres acusado de abusos contra los derechos humanos. Las posteriores revelaciones de que había acumulado ilícitamente millones de dólares alimentaron una repulsa generalizada que lo convirtió en un paria aún mayor. Cuando murió en 2006, multitudes enardecidas se congregaron en las ciudades de Chile, coreando “¡Adiós, General!”. Para aquellos ciudadanos danzantes y alborotados, esta era la oportunidad de enterrar para siempre, junto con el cadáver del Sr. Pinochet, la influencia que había ejercido sobre Chile durante tantas décadas.
No estaba tan seguro de ello. El control totalitario que ejerció durante tanto tiempo y el temor que había engendrado tan profundamente no parecían poder disiparse fácilmente. Al presenciar el éxtasis carnavalesco en las calles de Santiago, me pregunté en un artículo de opinión si el legado del general había muerto realmente. “¿Dejará alguna vez de contaminar cada espejo esquizofrénico de nuestra vida?”, me preguntaba. “¿Dejará Chile alguna vez de ser una nación dividida?”.
Casi dos décadas después, la respuesta a ambas preguntas parece ser un rotundo no.
Los partidarios del Sr. Pinochet nunca desaparecieron del todo. El general, dicen, salvó al país del comunismo; impuso la ley y el orden; sus políticas económicas neoliberales hicieron de Chile un país moderno. Pero eran invariablemente una minoría. Desde el fin de la dictadura, el único conservador que ganó la presidencia —Sebastián Piñera, quien gobernó de 2010 a 2014 y de 2018 a 2022— se cuidó bien de distanciarse del terrible legado de Pinochet.
En este sentido, la victoria de Kast es un terremoto político y ético. Por primera vez en la historia contemporánea de Chile, es posible que el hombre más poderoso del país utilice toda la fuerza del poder ejecutivo para higienizar el violento pasado de Chile y así borrar el dolor, las masacres y los exilios, la tortura y los campos de concentración. Aunque ha afirmado que quien haya violado los derechos humanos no va a contar con su apoyo, Kast ha indicado que podría liberar a los 139 altos funcionarios de Pinochet que aún se encuentran en prisión por terribles abusos. Esto incluye a Miguel Krasnoff, un conocido secuaz del Sr. Pinochet, que fue condenado a más de mil años de prisión por crímenes que incluyen asesinatos, torturas y secuestros.
¿Qué impulsó a millones de chilenos a aceptarlo de esta manera? Al hablar con votantes de todos los estratos sociales y preferencias políticas, la palabra que se escuchaba constantemente era “malestar”, que puede también expresarse como inquietud, desasosiego, zozobra. Hombres y mujeres de todo el país sienten de forma vaga que algo va mal y está desequilibrado, y que esto exige un regreso a los tiempos en que un líder fuerte imponía disciplina y seguridad, sin importar el coste. Esto es lo que la victoria del Sr. Kast indica: la creencia de que la democracia por sí sola es incapaz de resolver los problemas cotidianos de la delincuencia, el coste de la vida y la inmigración desenfrenada.
En su cruzada por reescribir el pasado y reconfigurar el futuro, el Sr. Kast podría no tener un camino fácil. Hay disidentes en su propia coalición conservadora que podrían intentar frenar los peores instintos del nuevo presidente. Chile también puede contar con un poder judicial vigoroso y verdaderamente independiente que no esté dispuesto a tolerar una ofensiva antidemocrática. Tampoco es seguro que las fuerzas armadas, recelosas de verse arrastradas a la política civil y aún dolidas por la vergüenza de haber perpetrado tantos de los horrores del Sr. Pinochet, se conviertan en los perros de la guerra del Sr. Kast.
La principal oposición a los planes del Sr. Kast provendrá de la ciudadanía. Si la gente de este país siente que él no puede aliviar su sufrimiento, si continúa sintiéndose excluida y marginada, sin suficiente control sobre su destino, ese descontento podría estallar. Durante el último siglo en Chile, cada avance de la democracia se ha pagado con las vidas de mineros, obreros, campesinos y estudiantes que murieron en defensa de su dignidad y derechos sociales. Fue esta encarnación de la esperanza y la lucha —este “río de tigres enterrados”, por citar a Pablo Neruda— de la que me enamoré cuando llegué a Chile desde Estados Unidos a los 12 años. La dictadura vengativa que el Sr. Kast venera con nostalgia no logró sofocarla, y no va a desaparecer ahora.
Cualquier resistencia que los chilenos emprendan en las calles debe ir acompañada de un intento igualmente valiente de imaginar una salida a esta crisis. El Sr. Kast no habría podido ganar si los partidos de centroizquierda y sus élites no hubieran fracasado en ofrecer una alternativa viable a la crónica infelicidad del país.
Lo que Chile necesita ahora es una profunda renovación intelectual de sus fuerzas progresistas, un doloroso reconocimiento de sus deficiencias y fracturas. La respuesta de la oposición chilena a esta aleccionadora derrota determinará si el Sr. Kast representa realmente un giro ominoso hacia el desolador panorama actual de aspirantes a dictadores, o si resulta ser un mero paréntesis en el errático pero perpetuo avance de Chile hacia la libertad y la justicia. La batalla por el alma y la identidad de mi país adoptivo está muy lejos de terminar.
*Ariel Dorfman, escritor y activista por los derechos humanos chileno-estadounidense. Ha enseñado literatura iberoamericana en las universidades de Chile, Amsterdam, La Sorbona, Berkeley, Maryland y Duke. Es autor de la obra de teatro “Death and the Maiden” y de las novelas “The Suicide Museum” y “Allegro”.
*Originalmente publicado en CounterPunch, traducido del inglés por Sinfo Fernández.


