Caribe: Reedición de la Frontera Imperial 

Editorial / Análisis – Diario Red 

Desde finales del siglo XIX, el Caribe ha sido “la frontera imperial”: un espacio donde los imperios delimitan sus posesiones, prueban sus doctrinas y justifican sus guerras. La agresión de Trump debe buscarse en esa continuidad histórica, aunque los pretextos sean variados: antes la piratería, luego el comunismo, ahora las drogas. 

Donald Trump decidió suspender toda la ayuda económica a Colombia. El presidente estadounidense llamó a Gustavo Petro “líder del narcotráfico” y amenazó con “cerrar los campos de exterminio” —su eufemismo para los cultivos de coca— si el gobierno colombiano no lo hace antes. En ese contexto, una flotilla estadounidense bombardeó siete embarcaciones en aguas del Caribe dejando un saldo de treinta y dos muertos, entre ellos un ciudadano colombiano. Aún cuando las autoridades norteamericanas se negaron a presentar cualquier informe sobre los asesinatos, Trump celebró los ataques como “una advertencia al sur”. El presidente Gustavo Petro respondió desde Bogotá. Denunció una “violación flagrante de la soberanía nacional” y recordó que la reciente resolución del Consejo de Derechos Humanos de la ONU exige que toda política de drogas esté supeditada a los derechos humanos y al respeto ambiental. 

En confrontación con los análisis simples, presentistas y justificatorios de las aberraciones exteriores de los Estados Unidos, Diario Red sostiene una propuesta periodística mucho más amplia sobre el análisis del fenómeno desde una perspectiva histórica, regional y soberanista.  

¿Una “frontera imperial”? 

En De Cristóbal Colón a Fidel Castro, el expresidente e intelectual dominicano Juan Bosch describe el Caribe como “el laboratorio donde los imperios ensayan su poder y su decadencia” desde España, hasta Inglaterra, Holanda y Francia. 

Desde finales del siglo XIX, el Caribe ha sido —en palabras de Bosch— “la frontera imperial”: un espacio donde los imperios delimitan sus posesiones, prueban sus doctrinas y justifican sus guerras.. La agresión de Trump debe buscarse en esa continuidad histórica, aunque los pretextos sean variados: antes la piratería, luego el comunismo, ahora las drogas. En realidad el propósito sigue siendo preservar el control militar y económico de Estados Unidos sobre su frontera geopolítica más sensible. 

La falacia de la guerra antidrogas 

La “guerra contra las drogas” es una narrativa funcional a esta estrategia de control de largo aliento, iniciada en 1898 —cuando Estados Unidos derrotó a España y ocupó Cuba y Puerto Rico—. En adelante, la región se convirtió en una muralla estratégica. A lo largo del siglo XX, Washington intervino en República Dominicana (1916 y 1965), Haití (1915 y 1994), Granada (1983), Panamá (1989) y ahora despliega flotas frente a Venezuela y Colombia. Las justificaciones han variado sutilmente: civilización, democracia, seguridad o drogas. Pero su expresión fue siempre la misma: imposición de bases militares, tratados desiguales y, finalmente, sujeción territorial y económica. 

En los últimos veinte años, Estados Unidos ha invertido más de 80.000 millones de dólares en operaciones antidrogas internacionales; el 47% de ese monto se destinó a América Latina. Colombia fue el principal receptor, con el Plan Colombia y sus sucesivas ampliaciones. Sin embargo, según la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas (ONDCP), la producción potencial de cocaína en el país aumentó un 35 % entre 2000 y 2024. Más dinero, más militarización, más violencia rural… y más cocaína. La fórmula perfecta para el fracaso. 

Estas cifras denuncian una ecuación absurda, ya que revelan cómo el prohibicionismo ha sido totalmente ineficaz para la erradicación del narcotráfico, probablemente porque su objetivo no ha sido eliminar el problema sino administrarlo. Cada dólar de “cooperación” ha sido un contrato para DynCorp, Lockheed Martin o Raytheon, empresas que transformaron la guerra antidrogas en una industria exportadora. El 90% de la ayuda estadounidense desde la firma del Plan Colombia, entre 2000 y 2020, fue gasto militar; menos del 10% se destinó a desarrollo rural o sustitución de cultivos. El resultado humanitario es desproporcionadamente grave. Las cifras oficiales hablan de 500.000 desplazados y más de 1.200 campesinos muertos en operativos de erradicación forzada. 

Trump, al suspender la ayuda, fingió romper con esa hipocresía, pero en realidad la reafirmó. La “ayuda” nunca fue  una cooperación bilateral y equitativa, sino un mecanismo de subordinación. Colombia aceptó siempre dichas condiciones, bases y protocolos. Más cuando el presidente Petro decidió suspender la dependencia al complejo militar estadounidense, rompió medio siglo de tutelaje. La reacción de Washington fue inmediata: sanciones, amenazas y bombardeos. Quien cuestiona la lógica imperial deja de ser aliado y se convierte en enemigo, por el solo hecho de proteger su territorio y población. Un argumento difícil de procesar en la cabeza de la derecha política, mediática y empresarial colombiana. 

Estados Unidos, el verdadero epicentro del narcotráfico 

Trump culpa a Colombia de las muertes por drogas en Estados Unidos, pero las estadísticas lo desmienten. En 2024, los Centro de Control de las Enfermedades y Prevención (CDC) registraron 112.000 fallecimientos por sobredosis; el 70% se debió al fentanilo, un opioide sintético fabricado por farmacéuticas estadounidenses o por laboratorios clandestinos dentro del propio país. Ninguna de esas muertes tiene origen en la hoja de coca ni en el Caribe. 

La crisis de los opioides fue provocada por empresas como Purdue Pharma, propiedad de la familia Sackler, que durante dos décadas vendió 10.000 millones de dosis de OxyContin, ocultando sus efectos adictivos. Cuando las demandas judiciales revelaron el fraude, la empresa se declaró en bancarrota tras acumular 35.000 millones de dólares en ganancias. Esa es la “industria del narcotráfico” de la élite estadounidense. ¿Cuántos cañones deberían apuntar a la cara de los Sackler si el móvil antidrogas fuera real? 

La guerra contra las drogas, entonces, no se libra contra el negocio, sino contra sus víctimas. Y sus víctimas latinoamericanas son víctimas de todas las guerras. Campesinos desplazados, mujeres encarceladas por microtráfico, comunidades bombardeadas. En cambio, las corporaciones responsables del verdadero narcotráfico gozan de inmunidad, contratos y exenciones fiscales.  

Trump no busca resolver un problema real, sino fabricar un enemigo externo que cohesione a su base interna. En el Caribe, el enemigo son los “narcos”; en Estados Unidos, son los migrantes. Ambos cumplen la misma función: distraer de la crisis estructural del capitalismo estadounidense y de su colapso moral. 

La diplomacia del cuidado 

La diferencia entre Trump y Petro es civilizatoria más que pragmática. Petro propuso ante la ONU un nuevo paradigma que centre sus esfuerzos en sustituir la guerra por políticas de cuidado, respeto ambiental y derechos humanos. La resolución impulsada por Colombia y aprobada por 35 países —entre ellos Alemania, Brasil y España— exhorta a los Estados a considerar alternativas al encarcelamiento, respetar los usos tradicionales de las plantas y proteger el medio ambiente. Es la primera vez que el Consejo de Derechos Humanos, y no la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), asume liderazgo en materia de política de drogas. 

Como represalia, Estados Unidos se retiró del Consejo en febrero de 2025, alejándose del consenso internacional. En su lugar, reactivó la flota del Atlántico Sur y ejecutó bombardeos sin mandato de la ONU. Es decir que mientras las instancias multilaterales debaten con sin igual ahínco cómo humanizar las políticas de drogas, Trump las militariza. 

El legado de la violencia y la respuesta soberana 

La historia de Colombia prueba que la militarización fracasa. Desde el año 2000, los operativos de erradicación forzada han dejado cientos de víctimas. En Tumaco, Nariño, siete campesinos fueron asesinados en 2017 por protestar contra la fumigación aérea; en el Catatumbo, Cúcuta y Putumayo los casos se repiten. La política de Petro cambió el enfoque a uno de sustitución voluntaria, inversión social y diálogo comunitario. En tres años, los cultivos ilícitos se redujeron un 40%, según datos del propio gobierno colombiano, sin recurrir a la violencia. 

A diferencia de sus antecesores, Petro no aborda el narcotráfico como una causa, sino como un síntoma de desigualdad. La política colombiana combina sustitución con proyectos productivos, créditos rurales y programas ambientales. Esta autonomía irrita profundamente a Washington. 

El pentagonismo del siglo XXI 

Juan Bosch advertía en 1968 que el imperialismo clásico había sido reemplazado por un nuevo sistema que denominó “el pentagonismo”, donde el poder militar domina la economía y la política global. “El capital ya no necesita conquistar territorios; necesita fabricar guerras”, escribió. Medio siglo después, Trump encarna esa tesis. El presupuesto del Pentágono para 2025 superó los 840.000 millones de dólares —el mayor de la historia—, mientras la ayuda a Colombia representó apenas 0,05 % de ese total. La “cooperación” es insignificante aunque la proyección militar sea gigantesca. 

En este esquema, el Caribe es un importante laboratorio. Los drones, los radares y las patrullas marítimas probados en sus aguas son luego exportados a África, Medio Oriente o Asia bajo nuevos pretextos —terrorismo, migración, seguridad energética—. Media centuria antes, Bosch lo había resumido con gran lucidez: “el Caribe ha sido el campo de pruebas donde los imperios experimentan su poder y su decadencia.” 

La suspensión de la ayuda estadounidense tiene un impacto inmediato. Los programas de cooperación en desarrollo rural perdieron el 30% de su financiamiento. Pero la decisión también abre oportunidades. Alemania y España, que respaldaron la resolución de la ONU, anunciaron que mantendrán su apoyo a los programas colombianos de sustitución de cultivos. La Unión Europea propone un fondo para financiar políticas de drogas basadas en derechos humanos. A contrapelo de la dinámica internacional, Estados Unidos se aísla. Su prohibicionismo ya no es exportable. 

El golpe económico de Trump, por tanto, puede convertirse en un acto de liberación, ya que la crisis abre la posibilidad de un nuevo mapa de alianzas. Y la respuesta del mandatario colombiano apuntó a ese lugar: “No hay soberanía sin autonomía económica”, dijo tras el anuncio del Despacho Oval. Y recordó que “el principal enemigo del narcotráfico fui yo, porque fui yo quien reveló sus vínculos con el poder político de Colombia.” 

Pese al rifirrafe entre Trump y Petro, la ofensiva del gobierno estadounidense no se limita a Colombia. En Haití, el gobierno estadounidense respalda una intervención “multinacional” dirigida por Kenia; en Panamá —pese a contar con el apoyo del presidente derechista José Raúl Mulino— negocia concesiones portuarias bajo el pretexto de “seguridad marítima”; en Venezuela, amenaza con sanciones sobre el Esequibo. Cada punto del arco caribeño se ha convertido en pieza de un tablero mayor. Y es que, como lo advirtió Juan Bosch, el Caribe es el espejo donde América Latina ve su destino.  

Mientras tanto, la crisis interna de Estados Unidos se profundiza. Frente a una deuda récord, polarización, violencia doméstica, Trump busca proyectar esa descomposición hacia el exterior.  

Soberanía y resistencia 

La reacción del gobierno colombiano fue inédita en la historia reciente. En lugar de ceder ante la amenaza, Petro llevó el caso a las instancias internacionales y denunció la agresión ante el Consejo de Seguridad de la ONU. La cancillería calificó las declaraciones de Trump como “una amenaza directa a la soberanía nacional” y anunció la creación de un bloque latinoamericano para defender la resolución de Ginebra. La estrategia es jurídica y diplomática, no militar. Colombia asume el conflicto desde el derecho internacional, y no desde la subordinación. La apuesta no es mamey. La historia del Caribe está llena de ejemplos de líderes que pagaron caro su desafío: Bosch en República Dominicana, Arbenz en Guatemala, Torrijos en Panamá, Chávez en Venezuela. Pero cada uno dejó un precedente de dignidad. Petro se inscribe en esa tradición: la de quienes comprendieron que la independencia no se mendiga, se ejerce. 

El Caribe vuelve a ser escenario de esa disputa. Pero esta vez, los pueblos del sur no están solos ni desarmados. Tienen historia, memoria y legitimidad. Como escribió Juan Bosch, “mientras existan condiciones de dominio, no habrá paz en el Caribe”. Sin embargo, lo que hoy late en Colombia, Haití y toda la región es la posibilidad de invertir esa frase: que la soberanía deje de ser frontera y se convierta, por fin, en horizonte. 

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