Por Soumaya Ghannoushi* – Voces del Mundo*
Las filtraciones sobre Epstein han reabierto una puerta que muchos en Washington esperaban que permaneciera cerrada. No se trata de la puerta de los chismes, aunque los medios de comunicación se complazcan en inundar al público con ellos, sino de la puerta que conduce a la maquinaria del poder estadounidense.
Estas filtraciones no sólo revelan la caída del desacreditado financiero Jeffrey Epstein. También exponen un triángulo profano de dinero, política y sexo, cuyo hilo conductor conduce a una red de influencia extranjera que ha aprendido a gobernar la nación más poderosa del mundo mediante la seducción, la dependencia y la captura.
No se trata de una teoría conspirativa. No es una ilusión antisemitista. Es lo que muestran los documentos y lo que confirma el comportamiento de Washington. Y es lo que los archivos de Epstein iluminan con violenta claridad.
En primer lugar, muestran que Epstein nunca fue simplemente un brillante estafador que pasó de ser un oscuro profesor de matemáticas a formar parte de la élite adinerada. Era una fachada, la cara social de un aparato de inteligencia diseñado para corromper, comprometer y controlar.
Su red no era accidental. Su confidente más cercana, Ghislaine Maxwell, era la hija de Robert Maxwell, de quien se ha informado durante mucho tiempo que trabajó en estrecha colaboración con la inteligencia israelí. Sus inversiones fluyeron hacia empresas dirigidas por Ehud Barak, el ex primer ministro israelí que lo visitó repetidamente, incluso después de la condena de Epstein por procurar a una menor para prostitución. Barak dirigía Carbyne, una empresa israelí de tecnología de seguridad en la que Epstein invirtió fondos discretamente.
Las investigaciones de Drop Site aclaran aún más el panorama. Epstein no sólo tenía contactos sociales con la inteligencia israelí, sino que también era útil desde el punto de vista operativo. Los informes de este medio revelan que su casa de Manhattan acogió durante largas temporadas al alto funcionario de inteligencia israelí Yoni Koren.
También revelan que Epstein ayudó a negociar un acuerdo de seguridad entre Israel y Mongolia, intentó establecer un canal secreto con Rusia durante la guerra de Siria y facilitó un acuerdo de seguridad entre Israel y Costa de Marfil. No se trataba de favores sociales, sino de servicios a nivel estatal.
Vicio sin consecuencias
Las filtraciones también ponen al descubierto algo aún más oscuro: la mentalidad de las élites estadounidenses que se movían en el mundo de Epstein. Las agendas y los correos electrónicos revelan que los hombres no lo trataban como un peligro, ni siquiera como un paria, sino como un igual, un guardián, un imán.
Lo buscaban, desde las salas de juntas de Texas hasta los palacios de los Emiratos, porque se encontraba situado en la encrucijada de la riqueza, la inteligencia y la indulgencia de las élites. Buscaban que les prestara atención la red que había detrás de él. Complacerlo era ser invitado a un mundo donde las consecuencias se evaporaban.
Epstein se convirtió en la cara pública de una silenciosa y extensa red de inteligencia. Las élites no entraron en su órbita por accidente, sino que la buscaron. Reconocieron que él podía ofrecerles lo que ni siquiera la presidencia podía: inmunidad, acceso, indulgencia y el patrocinio de un grupo de presión extranjero que había perfeccionado el arte de capturar naciones alimentando los apetitos de sus gobernantes.
Y fue precisamente esta podredumbre moral, esta ansia de vicio sin consecuencias por parte de la élite, la que los hizo fáciles de controlar.
Un hombre comprometido es un hombre manejable. Un hombre culpable es un hombre obediente. Un hombre aterrorizado por la exposición pública no puede decir que no.
El mundo de Epstein -la isla, los apartamentos, los vuelos- se convirtió en una fábrica de influencia, un catálogo de debilidades, un mercado de chantaje. Pero Epstein era sólo un instrumento, un tentáculo.
También estaba el brazo visible: el Comité Americano-Israelí de Asuntos Públicos (AIPAC, por sus siglas en inglés). Si Epstein era la herramienta de influencia encubierta, psicológica y comprometedora, el AIPAC era la pública, financiera y legislativa. Uno capturó a la élite a través de sus apetitos; el otro capturó al Congreso a través del dinero. Uno sedujo; el otro compró. Juntos, formaron la sombra y la superficie de la misma estructura.
Sólo en 2024, el AIPAC canalizó más de 53 millones de dólares hacia las elecciones estadounidenses, respaldando a 361 candidatos de ambos partidos. No se trataba de donaciones, sino de adquisiciones estratégicas, válvulas de presión para el cumplimiento, señales de quién estaba protegido y quién podía ser destruido.
Aumenta la presión
Sin embargo, algo está cambiando en el panorama político estadounidense. El aura de inevitabilidad del lobby se está resquebrajando. Su poder, aún inmenso, está empezando a sobrecargarse.
Los viajes anuales del AIPAC al Congreso se están hudiendo. En 2023, asistieron un total de 24 demócratas en su primer mandato. Este año, sólo acudieron 11 de los 33, y siete se retiraron en el último momento después de haber reservado los vuelos. Ni siquiera el representante Hakeem Jeffries, que solía ser un fiel asistente, acudió.
Otros representantes están también retrocediendo: el congresista de Massachusetts Seth Moulton devolvió las donaciones vinculadas al AIPAC, mientras que Morgan McGarvey, Valerie Foushee y Deborah Ross anunciaron que ya no aceptarían fondos del grupo.
Los votantes, especialmente los jóvenes y los que se inclinan por los demócratas, están rechazando a los candidatos respaldados por grupos de presión proisraelíes. Las encuestas del Arab American Institute muestran que ahora es más probable que esos apoyos cuesten votos en lugar de ganarlos.
La presión aumenta desde todos los frentes. Las cadenas de televisión y los entrevistadores desafían ahora a los políticos en directo, rompiendo el antiguo aura de intocabilidad. Se puede ver en el senador Cory Booker tratando de escaparse cuando se le pregunta si el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu es un criminal de guerra; en el gobernador de California Gavin Newsom repitiendo «interesante» cuando se saca a colación el tema del AIPAC; y en las presiones al gobernador de Pensilvania Josh Shapiro para que manifieste si el lobby distorsiona la política estadounidense.
Incluso republicanos como Tucker Carlson, Marjorie Taylor Greeney Thomas Massie atacan ahora abiertamente al lobby, una señal de que el aura de intocabilidad del AIPAC se está evaporando.
Como expresó un comentarista judío progresista: «No temen al AIPAC. Temen que se les asocie con el AIPAC. Las reglas políticas de los últimos casi cincuenta años están cambiando ante nuestros ojos».
El AIPAC ha respondido a todo esto con un vídeo defensivo en el que insiste en que está «financiado por estadounidenses». Esto no es una muestra de confianza. Es una señal de pánico.
Un grupo de presión que antes inspiraba temor se ha convertido en un lastre. Una insignia de fuerza se ha convertido en un signo de debilidad. Los vientos están cambiando.
Democracia performativa
Pero aquí radica la paradoja: la legitimidad interna del lobby proisraelí puede estar colapsando, pero su control sobre la política exterior permanece intacto. La influencia no desaparece simplemente porque se vuelva impopular. El poder permanece en las instituciones mucho después de que el público lo haya rechazado.
La opinión pública puede cambiar rápidamente, pero la maquinaria no. Así, incluso cuando los políticos demócratas se distancian -los candidatos rechazan donaciones y los votantes se rebelan-, la política exterior de Estados Unidos sigue inclinándose hacia las prioridades israelíes.
A nivel externo, las consecuencias siguen siendo catastróficas. Las decisiones de Washington en Iraq, Líbano, Gaza e Irán no sirvieron a los intereses estadounidenses, sino al cálculo estratégico de Israel, a menudo con un coste asombroso para Estados Unidos.
Ningún imperio en la historia ha subordinado su gran estrategia a las inquietudes de un Estado mucho más pequeño, excepto un imperio cuyas élites están comprometidas, corrompidas y controladas.
Internamente, la democracia se ha deteriorado. Las elecciones son subastas. Los representantes son activos. La opinión pública está moldeada por ecosistemas mediáticos costeados por las mismas redes que financian las carreras políticas.
La «democracia» se ha convertido en una representación teatralizada por una clase política cuyas vidas privadas los hacen permanentemente vulnerables.
Este es el verdadero significado de las filtraciones sobre Epstein: no exponen a un único depredador, sino a un sistema construido sobre la decadencia moral, la influencia extranjera, la ingeniería de la inteligencia y la complicidad de las élites. Epstein no era una anomalía. Era el modelo.
Trump sigue siendo su ejemplo más claro: un hombre que se envolvió en patriotismo mientras estaba amarrado a la influencia extranjera y la ruina moral. Su movimiento «America First» es teatro. La verdad fue siempre ante todo Israel («Israel First»).
Y así, Estados Unidos se enfrenta a una pregunta que ya no puede seguir ocultándose: ¿quién gobierna el país, sus funcionarios electos o la red extranjera que posee sus secretos, financia sus campañas y explota su corrupción?
¿Cómo puede una nación reivindicar su soberanía cuando sus líderes se comprometen tan fácilmente? ¿Cómo puede una república reivindicar su legitimidad cuando sus élites se compran tan fácilmente?
¿Cómo puede una superpotencia liderar el mundo cuando ni siquiera es capaz de gobernarse a sí misma? ¿Cuándo va a insistir Estados Unidos, no con eslóganes, sino con hechos, en que su Gobierno pertenece a su pueblo y no a Tel Aviv?
*Soumaya Ghannoushi es una escritora británica de origen tunecino experta en la política de Oriente Medio. Sus trabajos periodísticos han aparecido en The Guardian, The Independent, Corriere della Sera, Aljazeera.net y Al Quds.
*Originalmente publicado en Middle East Eye.Traducido del inglés por Sinfo Fernández.


