Teresa Aranguren*- Público.es
Pablo González va a cumplir diez meses encarcelado en Polonia en régimen de casi total aislamiento, sin comunicación telefónica ni visitas de su familia excepto la que su mujer, Oihana, pudo realizar recientemente, nueve meses después de la detención de su marido, pero no hay ninguna garantía de que las autoridades polacas vayan a autorizar una nueva visita ni a suavizar las condiciones de su encarcelamiento. Dice su mujer, Oihana, que durante su visita le encontró bien de ánimo, pero muy delgado y muy pálido. Ha adelgazado 20 kilos y apenas ve la luz del sol. Pasa en aislamiento 23 horas al día, tiene una hora para salir al patio, solo, sin hablar con nadie. Una forma de tortura.
Escribo esto consciente de que la mayoría de la población española no sabe quién es Pablo González ni lo que le está pasando, no sabe nada del proceso kafkiano, nunca mejor empleado el término, en el que un compatriota nuestro, como el Josef K de la obra del autor checo, se ha visto atrapado. Por eso vuelvo a escribir sobre Pablo González porque lo que no se dice deja de existir y eso es lo que la estrategia del silencio pretende, lo que no se dice, lo que no se muestra, lo que no sale en los grandes medios no existe o, si llega a existir, cae fácilmente en el olvido. Por eso hay que recordar una y otra vez el atropello del que un periodista español encarcelado en Polonia está siendo víctima y combatir el silencio cómplice que, excepto honrosas excepciones como la de este medio en el que escribo, rodea su caso. Y porque hay que defender el ejercicio del periodismo o ¿acaso el derecho ciudadano a la información y su consecuencia más directa, la libertad de prensa, han dejado de ser importantes en Europa?
A Pablo González le acusan de ser un espía de los servicios de información rusos, pero aún no se han aportado pruebas y parece que no las tienen pese a que diez meses es tiempo de sobra para conseguirlas o ¿quizás elaborarlas? Hasta el momento lo que ha trascendido es que la fiscalía polaca sustenta sus sospechas en el hecho de que Pablo González tiene dos pasaportes, uno español en el que figura con el apellido de la madre y otro con su nombre ruso y el apellido del padre, Pavel Rubtsov, porque Pablo o Pavel es nieto de «un niño de la guerra», es decir, de uno de aquellos hijos de republicanos españoles que fueron enviados a la Unión Soviética para escapar del horror de la guerra y la previsible represión de las tropas franquistas cuando ya la derrota de La República parecía inevitable. Pablo González nació en Moscú y vivió allí hasta la separación de sus padres, cuando con 12 años decidió venir con su madre a España. Por eso tiene la doble nacionalidad española y rusa y por eso habla ruso perfectamente. El otro argumento de la policía polaca, los 350 euros que Pablo recibe regularmente desde Rusia- un pago muy barato para un espía- es la asignación que su padre que vive en Moscú y tiene alguna propiedad en alquiler, les envía a él y a su hermana que reside en Australia, como ayuda familiar.
Todos estos argumentos de la acusación se aclararon tan fácil como rápidamente, pero Pablo González está a punto de cumplir un año en prisión «a la espera de juicio». Y hay que preguntarse a qué está esperando la fiscalía polaca. ¿A que de pronto, misteriosamente, les llegue alguna prueba? ¿Al visto bueno de alguna instancia superior? ¿A que termine la guerra? Creo que el caso de Pablo González forma parte de aquello que de lo que no se debe hablar porque no deja en buen lugar al bando de los buenos en esta guerra. Polonia no solo es miembro de la Unión Europea y de la OTAN sino que en estos momentos representa la vanguardia de la organización atlántica frente a Rusia y las dudas, incluidas denuncias, que su sistema judicial suscitaba en Europa no hace mucho, ahora han dejado de importar.
Hace apenas dos semanas, cuando un misil de fabricación soviética cayó en territorio polaco, la guerra de Ucrania estuvo en un tris de convertirse en guerra de la OTAN contra Rusia es decir en una tercera guerra mundial en suelo europeo. Polonia solicitó la activación inmediata del artículo 4 de la organización atlántica y la reunión urgente de sus miembros para «debatir una respuesta adecuada» mientras el presidente ucraniano Volodimir Zelenski clamaba «es un ataque de Rusia contra la seguridad colectiva que requiere una respuesta contundente», por su parte el ministerio de defensa ruso lo negó tajantemente y lo calificó de «provocación deliberada». La mayoría de los dirigentes europeos se mantuvieron sorprendentemente prudentes en sus declaraciones e imagino que muchos contuvieron el aliento durante esas horas en las que el fantasma de una tercera gran guerra recorrió Europa.
Fue Estados Unidos, cómo no, quien despejó las dudas, si es que alguna vez las hubo, sobre la autoría no ya del ataque sino del impacto del misil en territorio polaco y con ello alejó el peligro de una confrontación directa con Rusia. «Hay información preliminar que rebate que el misil fuera ruso», había dicho Joe Biden, durante la cumbre del G7, contradiciendo a Zelenski que continuaba afirmando que se trataba de un ataque ruso. Era la primera vez que el presidente estadounidense no respaldaba los posicionamientos de Zelenski. Finalmente, la cuestión quedó zanjada: no era un misil ruso sino de la defensa antiaérea ucraniana, no era un ataque sino un accidente y sobre todo no era algo que dijesen los rusos sino los estadounidenses de modo que hasta el presidente Zelenski muy a regañadientes se vio forzado a admitirlo.
Ha sido una crisis breve pero muy esclarecedora. Ha puesto en evidencia que el riesgo de una tercera guerra mundial es más alto de lo que pensamos o queremos pensar y puede llegar a ser la etapa final de la actual guerra de Ucrania. También que Europa parece haber renunciado a tener voz propia sin saber antes la opinión de Estados Unidos incluso cuando está en juego algo tan «propio» como una nueva conflagración mundial en su territorio. Hay que tener cuidado con la información cuando esta se pone al servicio de un supuesto compromiso ético con el bando bueno de esta guerra porque nos puede llevar a terrenos demasiado peligrosos. Tengo el convencimiento de que si no hubiera existido el riesgo de una confrontación directa con Rusia es decir de una tercera guerra mundial con armas nucleares de por medio y en consecuencia el rápido desmentido de los estadounidenses, el misil causante de esta breve pero significativa crisis seguiría siendo para la opinión pública occidental, un misil lanzado por los rusos y el presunto accidente sería un ataque por supuesto ruso. No sería la primera vez que se da por bueno lo que se sabe que no es cierto porque quien lo dice es de los nuestros.
No indagar, no nombrar, no decir lo que no conviene decir; no decir, por ejemplo, «atentado terrorista» sino simplemente atentado cuando la víctima es Daría Dugina, hija del filósofo ruso Alekxander Dugin, un modesto intelectual imbuido de la mística nacionalista eslava pero, según medios occidentales, ideólogo del Kremlin lo que sugiere un cierto «se lo tenía merecido» ya que el coche bomba estaba dirigido a él. El caso es que ningún mandatario europeo se dignó condenar aquel atentado terrorista llevado a cabo presuntamente por los servicios secretos ucranianos. También en cuestión de terrorismo hay clases.
La información referente a la guerra de Ucrania está marcada no solo por lo que se cuenta sino por lo que no se cuenta o se cuenta de manera lo suficientemente ambigua para que no se entienda. La autoría de los bombardeos en los alrededores de la central nuclear de Zaporiya nunca se nombra explícitamente lo que permite suponer que son bombardeos rusos, algo un tanto extraño si se piensa que desde el comienzo de la invasión la central de Zaporiya está bajo control del ejército ruso. Pero, ¿quién se para a pensar o a relacionar datos cuando escucha una noticia?
El informe de Amnistía Internacional en el que daba cuenta de atrocidades cometidas por el ejército ruso pero también las cometidas por las fuerzas ucranianas tuvo que ser retirado de inmediato tras la airada protesta del presidente Zelenski que llegó a acusar a la ONG de «hacer el trabajo a los rusos». El informe ya no es localizable en la red. No sabemos cómo está la ciudad de Mariupol desde que quedó bajo control ruso o cómo se encuentran los refugiados ucranianos que huyeron o fueron desplazados hacia territorio ruso cuya cifra, 2´8 millones, es mayor que la de los que hay en Polonia y Alemania juntas. Al parecer no son temas de interés mediático. Forman parte de aquello de lo que es mejor no hablar porque quizás no cuadra bien con la única visión aceptada de lo que está ocurriendo en esta guerra.
Cuando en la Unión Europea, espacio en el que se supone que la libertad de expresión es un derecho fundamental de la ciudadanía, se normaliza la prohibición de difusión de RT y otros medios rusos calificados de portavoces del Kremlin, cuando las voces discrepantes con respecto a la información de esta guerra van desapareciendo de las tertulias televisivas y de los foros de opinión más o menos establecidos, deberíamos preocuparnos porque el derecho a la información está siendo sustituido por una entusiasta unanimidad en la que todo matiz es sospechoso y toda discrepancia signo de hostilidad.
Se me dirá que estamos en guerra y ya se sabe que en la guerra la verdad no importa. Pero no es cierto, quien lo dice no sabe lo que es una guerra o simplemente engaña. No caen misiles en Madrid o en París y la celeridad con la que se ha resuelto la crisis del misil que impactó en territorio polaco es buena prueba de que los dirigentes occidentales con Estados Unidos a la cabeza no quieren entrar en guerra directa con Rusia. Que la guerra de Ucrania siga sí, pero que no salga del espacio acotado en el que los muertos son solo ucranianos y rusos.
En la Unión Europea no estamos en guerra, pero actuamos como si lo estuviéramos. La guerra como excusa para suspender derechos y libertades. Pablo González periodista, ciudadano español y de la Unión Europea, es un claro ejemplo de ello. Todos sus derechos como ser humano y como profesional del periodismo están siendo vulnerados en un país de la Unión Europea con el consentimiento del resto. Y no pasa nada. Quizás Pablo González sea tan solo un daño colateral de esta guerra que otros libran. 12/12/2022
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*María Teresa Aranguren Amézola (Álava, 1944) Periodista y escritora. Licenciada en Filosofía y Letras y diplomada en Psicología y Antropología por la Universidad Complutense de Madrid, comenzó su carrera como periodista en 1980.