No habrá justicia climática sin la liberación de Palestina

Por Ana Sánchez Mera*El Salto Diario

El nivel de destrucción provocado por Israel, y facilitado por un red de complicidad criminal, es tal que muchas voces hablan ya de un genocidio y un ecocidio simultáneos.

La retirada gradual de las fuerzas israelíes tras el alto el fuego revela una destrucción masiva en toda la zona de Al-Katiba y la calle 5 en Jan Yunis, al sur de Gaza, el 11 de octubre de 2025. La mayoría de los edificios y viviendas han quedado reducidos a escombros, lo que ha obligado a los residentes palestinos a regresar para inspeccionar lo que queda de sus barrios. La gente ahora busca entre las ruinas en medio de una grave escasez de ayuda y las continuas restricciones del bloqueo. Al menos el 92 % de las viviendas de Gaza han sido destruidas o dañadas, según los datos facilitados por la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas.

Estos días se celebra en Belém do Pará la COP30, la cumbre anual de los países signatarios de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Dos semanas de negociaciones sobre mecanismos de reparación, transición ecológica justa o financiación, en busca de respuestas eficaces ante la catarsis climática a la que nos enfrentamos.

Mientras tanto, Gaza sigue en llamas. Mientras se le prohíbe la entrada a las negociaciones oficiales a los pueblos indígenas, a quienes más sufren en sus carnes el drama del cambio climático, a las víctimas del capitalismo fósil y a quienes podrían aportar algunas respuestas a muchos de los retos que se plantean, las representaciones de los 85 países señalados por Francesca Albanese en su último informe como cómplices necesarios del genocidio, y empresas como Maersk o BP, que se lucran a costa de las vulneraciones de derechos contra el pueblo palestino, se pasean alegremente por los pasillos del centro de convenciones.

El nivel de destrucción provocado por Israel, y facilitado por esa red de complicidad criminal, es tal que muchas voces hablan ya de un genocidio y un ecocidio simultáneos: la aniquilación de toda forma de vida posible, una nueva vuelta de tuerca en la desposesión capitalista que siempre ha sido colonial, patriarcal y violenta.

El establecimiento del Estado de Israel ha sido, desde sus orígenes, un atentado contra la paz y la seguridad a nivel global y, además, un ataque contra la sostenibilidad del planeta y de sus ecosistemas. Las políticas de racismo ambiental que ha llevado a cabo Israel desde hace décadas han supuesto la destrucción de cientos de miles de hectáreas de tierras y campos de cultivo, confiscadas para la construcción del muro del apartheid o la expansión de los asentamientos, la eliminación de más de un millón y medio de olivos en tan sólo los últimos veinte años, olivos que no sólo son un símbolo de la vida y la resistencia palestinas, sino también una de las principales fuentes de ingresos para miles de familias.

El agua tampoco se libra de las políticas de racismo ambiental. El denominado régimen de apartheid del agua, sostenido entre otras por la empresa israelí Mekorot, facilita el acceso a agua potable a las colonias israelíes en territorio ocupado, garantizando un consumo medio de 247 litros al día por persona en los asentamientos, mientras que muchas comunidades palestinas nativas apenas alcanzan los 30 litros por persona y día, por debajo de los 100 recomendados por la Organización Mundial de la Salud.

Por si esto fuera poco, la violencia ambiental ejercida contra Palestina se ha multiplicado exponencialmente en los últimos dos años, culminando en un ecocidio sin precedentes en la región. Solo en los primeros dos meses de bombardeos, Israel liberó unas 281.000 toneladas de CO₂ equivalente, más que las emisiones anuales de más de veinte países entre los más vulnerables al cambio climático. La contaminación del aire y del subsuelo provocada por el fósforo blanco y otras armas químicas ha arrasado con cualquier posibilidad de cultivar en Gaza, agravando aún más la hambruna que sufre la población de la Franja y dificultando enormemente la subsistencia agraria en el futuro más próximo.

Del mismo modo que Israel no puede sostener el nivel de violencia que ejerce sin el apoyo militar que recibe del exterior, el Estado sionista necesita energía para alimentar los tanques, los aviones de combate y los sistemas de inteligencia artificial con los que vigila y asesina en Palestina. Según un informe publicado esta semana en Belém por Oil Change International, 25 países han suministrado o facilitado suministros de petróleo crudo o refinado a Israel. Azerbaiyán y Kazajistán aportan el 70% del crudo que consume Israel; Estados Unidos es el único proveedor de combustible militar; y los puertos de Rusia, Grecia, Chipre o España se encuentran entre los principales puntos logísticos para que estas energías lleguen a su fatal destino.

Las empresas que se encuentran detrás de estas extracciones o de su transporte a través de gasoductos son las mismas que están contribuyendo al calentamiento global y a la extinción de la vida en nuestro planeta. La lucha por la liberación de Palestina es también una lucha contra los combustibles fósiles y contra el modelo extractivista que destruye vidas y ecosistemas en todo el mundo.

Por eso, una coalición de organizaciones palestinas formada por PENGON, el Comité Nacional Palestino de BDS, Stop the Wall, the Palestine Insitute for Public Diplomacy y la Global Energy Embargo for Palestine, ha viajado hasta el corazón de la Amazonía para gritar que no puede haber justicia climática sin la liberación de Palestina

Hacen un llamado al embargo energético, la maquinaria genocida y la ocupación ilegal no se sostienen sin la complicidad energética. Piden el fin del apartheid del agua, llamando al boicot de empresas como Mekorot, que ahoga a la población palestina y contribuye a la privatización del agua, llevando la militarización a otros territorios y pueblos en lucha por su defensa, como el mapuche. También denuncian la complicidad del agronegocio y el greenwashing, a través de empresas como Netafim o ICL, que, entre otras, es la principal suministradora a Estados Unidos de los minerales necesarios para fabricar el fósforo blanco. Exigen asimismo la expulsión de Israel no sólo del espacio de la COP30, sino de la Convención sobre el Cambio Climático: un Estado colonial responsable de un ecocidio, construido y sostenido por el capitalismo fósil y la industria militar, responsable de al menos el 5% de una de las industrias más contaminantes del planeta,  no puede participar en un espacio de búsqueda de soluciones para la emergencia climática.

Quienes se están lucrando del colapso no pueden ser parte de la solución. En estos momentos de policrisis global, de agotamiento de los recursos y de colapso ecológico, las élites están cerrando filas; y quienes defendemos la vida en todas sus formas tenemos que hacer lo mismo. Es el momento de actuar y de situar la lucha de Palestina como una lucha por la tierra, desde la tierra: una defensa de la vida y del territorio, contra el capitalismo fósil y el extractivismo.

No habrá justicia climática sin la liberación de Palestina.

*Ana Sánchez Mera, Global Energy Embargo for Palestine.

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