Por Alberto Mesas* – Contexto y Acción (CTXT)
Los más ricos son los que más contaminan, pero también quienes mueven las palancas del poder para que las leyes medioambientales nunca perjudiquen sus intereses.
Cuando se habla de las causas del calentamiento global y de los efectos de la crisis climática, a menudo se hace referencia únicamente a datos de emisiones contaminantes, hectáreas de fondo marino destruido, aumento de la temperatura media del planeta o especies en peligro de extinción. Sin embargo, existe otro elemento que suele pasarse por alto: la propiedad del capital.
Hace unos días, el Laboratorio Mundial de Desigualdad (WIL, por sus siglas en inglés), con la colaboración de instituciones como la ONU, publicó un estudio en el que aporta nuevas perspectivas para entender la emergencia climática actual. Bajo el título Cambio climático: un desafío capital. Por qué la política climática debe abordar la propiedad, el documento se centra en cómo la concentración de riqueza agrava el problema, y propone medidas políticas y económicas concretas para tratar de abordarlo.
Uno de los resultados que arroja el informe es que el 1% más rico del planeta concentra hasta el 41 % de las emisiones globales asociadas a la propiedad del capital, es decir, a las empresas, los medios de producción, los bonos, las acciones o las inversiones cuyos productos generan emisiones contaminantes a la atmósfera –principalmente CO₂–. La mayoría de los análisis y estadísticas suelen distribuir la responsabilidad de la degradación del clima según el consumo individual del usuario final (hogares, transporte, consumo energético, etc.), sin tener en cuenta la estructura de propiedad (quién posee las máquinas que emiten), un concepto que revela una relación mucho más directa entre riqueza y contaminación. Desde esta lógica, las emisiones aparecen como un síntoma de la concentración del poder económico y no únicamente como el resultado de decisiones individuales de consumo.
En este sentido, otro de los escenarios que se exponen tras analizar los datos es que, si la transición energética se financia y lleva a cabo mayoritariamente con capital privado, en los próximos 25 años la concentración de riqueza en la élite podría aumentar todavía más, pasando del 38,4 % actual al 46 %. Es decir, que sin políticas redistributivas eficaces y sin un escrutinio público sobre las inversiones verdes, la descarbonización corre el riesgo de reproducir los mismos patrones de desigualdad que originaron la crisis climática, por lo que lograr que el planeta sea un lugar más limpio sería a costa de hacerlo mucho más desigual.
Emisiones y concentración del poder económico
Dejar de centrar el foco en las emisiones basadas en el consumo y pasar a fijarse en quiénes poseen el capital tiene un resultado revelador. Si se cruzan los datos de emisiones de carbono con la propiedad de activos económicos contaminantes vemos que la élite económica tiene una responsabilidad muchísimo mayor en las consecuencias del cambio climático que la que muestran las cifras que únicamente miran el consumo individual.
En su estudio, el WIL combina bases de datos sobre emisiones procedentes de sectores y empresas con registros patrimoniales que poseen activos contaminantes para rastrear la huella de carbono de los propietarios de esos activos. Así, las emisiones derivadas de una empresa no solo se le imputan en base a su producción, sino que se le asignan proporcionalmente a los accionistas y fondos que la controlan. El resultado de este cálculo es una redistribución de las cargas: el 1 % más rico aparece como responsable de una porción mucho mayor de las emisiones cuando se mira a través de la lente del capital. Por lo tanto, esta lógica obliga a repensar la rendición de cuentas en la emergencia climática, ya que no basta con regular el consumo, también hay que regular la propiedad y la financiación de las actividades económicas que generan emisiones.
No obstante, la tendencia juega en contra de que esta situación se pueda revertir. Tal y como detalla el documento, en la actualidad el 0,001 % más rico del mundo (56.000 individuos) posee tres veces más riqueza que el 50 % más pobre (2.800 millones de personas). Además, desde 1995 la riqueza mundial privada ha crecido ocho veces más que la pública, según detalla un informe de Oxfam Intermón. En estos últimos 30 años han surgido más de 1.000 nuevos milmillonarios en todo el planeta, y ese 1% más rico de la población mundial amasa ya una fortuna mayor que la del 95% más pobre.
Solo en la última década los más ricos amasaron una fortuna de 30.000 millones de euros, una cifra que cubre de sobra los recursos económicos necesarios para erradicar la pobreza en todo el planeta. Oxfam también señala que casi la mitad de la población –más de 3.700 millones de personas– vive en situación de pobreza, y que es imposible que varios objetivos de desarrollo sostenible (ODS) puedan cumplirse para 2030, como se había previsto en su aprobación.
Quienes tienen la riqueza también manejan el poder
El estudio del WIL no solo demuestra que la responsabilidad del desastre climático crece conforme aumenta la concentración de riqueza en forma de activos contaminantes, sino que también expone las enormes desigualdades que se generan. El texto calcula que el 10 % de los individuos más ricos del planeta acumulan aproximadamente tres cuartas partes de las emisiones asociadas a la propiedad del capital. En el extremo opuesto, la mitad más pobre de la población mundial apenas es responsable del 9 %. Sin embargo, esa mitad pobre soporta el 75 % de los impactos negativos del cambio climático, mientras que los muy ricos únicamente se enfrentan al 3 % de esas consecuencias negativas.
Por extensión, esa élite económica que amasa riqueza y capital también tiene en su poder una potente palanca política. “Los más ricos determinan tanto el ritmo como la dirección de las políticas climáticas, ya que son propietarios de la mayoría de los activos perjudiciales para el medio ambiente”, expone Cornelia Mohren, coordinadora medioambiental del World Inequality Lab y coautora del informe. Esta estructura de propiedad, señala, les confiere una influencia desproporcionada sobre las decisiones empresariales y legislativas: “Dado que la mayoría de los activos relacionados con los combustibles fósiles están en manos de inversores ricos de los países de la OCDE, estos tienen un fuerte incentivo para ralentizar o debilitar las políticas climáticas”, señala Mohren.
El control de los muy ricos sobre el capital significa, por tanto, que son ellos quienes deciden si se invierte en infraestructuras bajas en carbono y en qué medida. Sobre esto, Mohren explica que muchos litigios entre inversores y Estados acabaron “protegiendo proyectos de petróleo y gas que tendrían que cancelarse para cumplir los objetivos de descarbonización”. Los grandes accionistas y fondos de inversión pueden moldear a su antojo decisiones sobre qué se explota, qué se cierra o qué se expande, y ejercer presión para retrasar o diluir leyes climáticas que afectan a sus intereses.
De hecho, la inversión en combustibles fósiles está muy lejos de desaparecer a corto plazo. En el informe del WIL se muestra que el capital sigue respaldando más de 200 nuevos yacimientos de petróleo y gas, y ha invertido en más de 850 nuevas minas de carbón, lo que es completamente incompatible con los objetivos climáticos formulados en el Acuerdo de París en 2015.
“Esto contrasta radicalmente con la imagen que proyectan petroleras como BP, que sigue aumentando sus inversiones en combustibles fósiles incluso después de años de venderse como una empresa que va ‘más allá del petróleo’”, comenta Mohren, que denuncia que muchos de “los fondos de inversión que se presentan como sostenibles siguen teniendo decenas de miles de millones en acciones de petróleo y gas, y la opacidad de las cadenas de propiedad facilita el ocultamiento de los beneficiarios finales y la huella de carbono de esas carteras”.
El riesgo de privatizar la transición energética
El informe del WIL también advierte sobre un riesgo al que se le está prestando poca atención: la privatización de la transición energética. A medida que los gobiernos y los mercados impulsan la descarbonización, existe la posibilidad de que tecnologías clave –paneles solares, baterías, redes eléctricas, infraestructuras de transporte limpio, etc.– queden en manos de empresas privadas, grandes fondos de inversión y accionistas. Este escenario podría replicar los patrones de concentración de riqueza y poder que emergieron con el auge de los combustibles fósiles en la revolución industrial, donde los beneficios se acumulan en unos pocos y los riesgos se reparten entre los más vulnerables.
Esto ya está sucediendo en varios países del hemisferio Sur. Oxfam denuncia que gran parte de la financiación del desarrollo en el sur global se está llevando a cabo con capital privado, anteponiéndolo a la inversión pública y a la consolidación de servicios básicos universales. Por el contrario, denuncia el organismo, los recursos movilizados por los inversores privados han sido insuficientes y, en muchos casos, han generado costes ocultos para los estados receptores y riesgos para las poblaciones más desfavorecidas.
Quienes controlan esos activos y tecnologías verdes se quedarán con la mayor parte de los beneficios económicos de la transición energética, perpetuando las desigualdades en lugar de mitigarlas. Acerca de esto, el documento subraya que la propiedad del capital no es neutra, sino que determina qué proyectos reciben financiación, qué tecnologías se despliegan y cómo se distribuyen las rentas. La transición ecológica, concebida como una oportunidad para reducir emisiones, se convertiría en un mecanismo con el que las élites se enriquecerán todavía más.
“Para gestionar las transformaciones económicas de forma justa tampoco hay que ser un genio”, comenta Robin Hahnel, economista y profesor emérito de la American University de Washington DC. El profesor considera que “cuando las empresas privadas controlan activos esenciales que deberían emplearse mirando por el interés general, hay dos soluciones: nacionalizar esos activos u ordenar a las empresas que los utilicen según las necesidades de la nación y de sus ciudadanos”.
Por lo tanto, según explica Hahnel, llevar a cabo una transformación verde de las economías “requiere insistir en que los propietarios de activos productivos estratégicos cambien la forma en que los utilizan”, priorizando el beneficio colectivo al enriquecimiento individual. Hahnel insiste en que “los gobiernos deben orientar con firmeza las prioridades de inversión o, de lo contrario, las economías seguirán ancladas a los combustibles fósiles en vez de mutar hacia estructuras sostenibles medioambientalmente”.
Para evitar que las multinacionales y las grandes fortunas aprovechen el impasse para aumentar sus beneficios, el WIL propone tres medidas clave. La primera de ellas consiste en prohibir total y globalmente las nuevas inversiones en combustibles fósiles. Con ello se impediría ampliar las infraestructuras que mantienen la dependencia del carbón y el petróleo, “y se redirigiría el capital hacia sectores con bajas emisiones de carbono”, apostilla la autora del informe. Otra medida es implementar un impuesto al carbono sobre los activos y no solo sobre el consumo, lo que haría que quienes poseen y controlan las fuentes emisoras tuviesen un castigo en forma de gravamen fiscal; algo que, en palabras de Mohren, “puede generar sustanciales ingresos públicos para la acción climática”. Por último, otra propuesta es la inversión pública masiva en infraestructuras sostenibles y respetuosas con el medioambiente, con la que se intentase democratizar el acceso y garantizar que la transición energética no dependa únicamente de capital privado.
Junto a estas tres líneas de acción, Mohren detalla otras medidas complementarias, como “una mayor transparencia financiera para rastrear el capital que se invierte en carbono, o la reforma de las agencias de calificación crediticia y las instituciones financieras internacionales para reducir el coste de la inversión pública verde [especialmente en el sur global]”.
En consecuencia, decidir quién financia, posee y gestiona la transición es decidir entre quiénes se reparten los beneficios de la economía verde. El estudio añade una proyección alarmante: si la descarbonización se financia mayoritariamente con capital privado y esos nuevos activos verdes quedan en manos de la élite, la participación patrimonial del 1 % de megarricos crecería desde el 38,4 % actual hasta cerca del 46 % en 2050. Esto haría de la transición ecológica un motor adicional de desigualdad, en lugar de una oportunidad de redistribución de riqueza.
El sur global siempre pierde
La desigualdad, además de ser creciente, se extiende de manera uniforme. Los daños provocados por el cambio climático en las economías individuales y de las familias continuarán afectando de forma desproporcionada a los más pobres del planeta. Según el informe, la mitad más pobre de la población mundial soportará la mayor parte de las pérdidas de ingresos derivadas de sequías, inundaciones, olas de calor y otros fenómenos extremos, mientras que las élites del norte global, responsables de la mayoría de las emisiones a través de la propiedad del capital, sufrirán impactos comparativamente menores.
Estas desigualdades no se explican únicamente por motivos geográficos o por la vulnerabilidad económica, sino también por la estructura global del capital. Gran parte de los activos que generan emisiones –empresas energéticas, proyectos mineros, infraestructura industrial– están concentrados en manos de inversores del norte global. Mientras tanto, los países del Sur, que poseen una proporción mínima de esos activos, reciben los impactos físicos y financieros de manera abrumadora, creando una dinámica de dependencia y de transferencia indirecta de riqueza (las emisiones de los ricos provocan graves daños a los pobres).
Aquí “el legado del colonialismo sigue presente”, afirma Tom Athanasiou, director del proyecto Climate Equity Reference. Aun así, el experto incluye un matiz, “y es que, cada vez más, la división norte-sur debe superponerse a la división ricos-pobres. Es fundamental que no finjamos que todos los ricos están en el Norte. La mayoría lo están, pero no todos. Por lo tanto, si planteamos que todos los países deben pagar su parte justa del coste de la transición ecológica, esto también incluye a los países del sur global, y a la capacidad y la responsabilidad de sus clases adineradas. Pueden pagar esa parte justa dentro de sus propias fronteras y posibilidades, pero deben pagarla”.
La combinación de capital concentrado en pocas manos y vulnerabilidad estructural de las economías del sur global tiene profundas consecuencias políticas y sociales. No solo limita la capacidad de los países del Sur para financiar la adaptación al cambio climático y la mitigación de sus consecuencias, sino que también genera dificultades a la hora de negociar con países del Norte sobre impuestos al carbono o compensaciones económicas. La transición energética y los impactos del cambio climático se evalúan generalmente desde la perspectiva de la reducción de emisiones en vez de establecer con claridad quién debe pagar los daños y hablar de medidas que protejan a quienes los reciben.
Sobre esto, Athanasiou insiste en distinguir entre daños provocados por la crisis climática y el proceso de adaptación a una economía verde. Pone como ejemplo el huracán Melissa, que acaba de azotar el Caribe. “¿Quién va a financiar las ayudas para paliar los efectos del desastre y la reconstrucción? No se trata de tareas que pueda realizar el sector privado, aunque, por supuesto, este debe pagar impuestos para ayudar a financiarlas. Al más alto nivel, debemos recordar que las estrategias de adaptación, pérdidas y daños, y transición justa son todas esenciales. La mitigación [la eliminación gradual del sector de los combustibles fósiles y su sustitución por la producción de energía con bajas emisiones de carbono] es crucial, pero no puede haber justicia sin una transición equilibrada que tenga debidamente en cuenta la adaptación y las pérdidas [tras un desastre natural]”.
Redistribuir la riqueza y más impuestos a los ricos
El mensaje del Laboratorio Mundial de Desigualdad es bastante claro: la transición ecológica no será justa ni efectiva si no se aborda la concentración de propiedad del capital que determina quién controla los activos emisores y en quién recaen los beneficios de la descarbonización. La evidencia del informe muestra que, sin intervención, las élites del Norte global seguirán acumulando riqueza y poder, mientras que los más vulnerables –tanto en términos económicos como geográficos– continuarán pagando las consecuencias del calentamiento global.
Esto conecta directamente con lo que se debate y promete cada año en las cumbres y foros del clima, y que en cada edición parece estar más lejos de cumplirse. En la agenda de la COP30, la discusión sobre financiación climática y compensaciones al sur global está totalmente alineada con la preocupación de WID por la concentración del capital. Asimismo, en la Unión Europea –donde también se está dejando a un lado la agenda del Green Deal (Pacto Verde)– se debate cómo los fondos para luchar contra la crisis climática y las políticas fiscales para gravar a las grandes fortunas pueden equilibrar un poco las desigualdades mencionadas, tratando de lograr que los beneficios no se concentren únicamente en las grandes empresas y los inversores millonarios.
El documento de Oxfam sigue una línea muy parecida y plantea una “agenda nueva” donde prevalezca lo público, con un sistema fiscal más justo y progresivo que grave la riqueza extrema, una cooperación internacional útil y el rechazo explícito al paradigma de financiar el desarrollo a través del beneficio privado. También rechazan el llamado Consenso de Wall Street –la idea de que el capital privado puede sustituir a la financiación pública–, y piden que se reforme la arquitectura financiera internacional.
Para Athanasiou, se debe actuar en dos frentes: la redistribución del poder económico a nivel mundial y la redistribución dentro de cada país, “ya que la crisis de desigualdad no puede reducirse a uno u otro”. El experto es bastante pesimista acerca de que se pueda alcanzar un gran acuerdo financiero en las cumbres sobre el clima, por lo que sugiere que este debe producirse a un nivel superior: “Francamente, creo que tenemos que empezar a hablar de sistemas fiscales internacionales diseñados para financiar el fondo de pérdidas y daño, así como de estrategias de transición justa más amplias que estén orientadas al establecimiento de una red de seguridad global”.
La emergencia climática plantea, por tanto, un doble desafío: reducir las emisiones a la atmósfera y reconfigurar las estructuras de propiedad del capital que determinan quién decide, quién invierte y quién se beneficia con la transición energética.
*Alberto Mesas, periodista por la Universidad Complutense de Madrid especializado en temas sobre migraciones, derechos humanos y Balcanes occidentales.


