Editorial / Análisis – Mundiario
En Portugal se dio un triunfo conservador con un varapalo histórico a la izquierda y un ascenso de la extrema derecha. La democracia liberal resiste en Europa, no sin dificultades.
En Europa del Este y del Sur se observa un giro hacia la derecha con matices distintos: en Portugal, los conservadores lograron una victoria contundente que supuso un duro revés para la izquierda y marcó el ascenso de la extrema derecha; en Polonia, la contienda presidencial se perfila como una pugna entre ultraconservadores y liberales; mientras que en Rumanía, el candidato europeísta logró imponerse al líder ultranacionalista Simion en las elecciones.
Las recientes elecciones en Portugal, Polonia y Rumanía dibujan, pues, una Europa en transformación, donde el viejo mapa político pierde color y nitidez. Se desvanece el clivaje tradicional entre socialdemocracia y conservadurismo, y emerge una nueva era de partidos mutantes, liderazgos populistas, polarización creciente y modelos de gobernabilidad cada vez más frágiles. Si hay una conclusión europea que extraer de esta trilogía electoral, es esta: la democracia liberal sigue resistiendo, pero lo hace en un paisaje en el que las referencias conocidas ya no bastan.
En conjunto, los tres comicios reflejan un continente en disputa. La extrema derecha ya no es un fenómeno periférico, sino una opción nacional popular, con arraigo territorial, discurso propio y ambiciones de poder. El centro-izquierda, por su parte, parece haber perdido el pulso emocional con amplias capas sociales, y solo sobrevive cuando encarna la protesta cívica, como en el caso rumano. La derecha tradicional se encuentra atrapada entre dos fuegos: resistirse a los pactos con la ultraderecha o ceder a su presión para no desaparecer.
La conclusión europea es clara: el pluralismo democrático sigue vivo, pero las mayorías estables se desvanecen. La política ya no se articula en torno a bloques, sino a constelaciones efímeras. Portugal, como laboratorio del nuevo ciclo, anticipa lo que puede ocurrir en otras partes del continente: alianzas imposibles, gobiernos débiles y una ultraderecha que ya no se conforma con influir desde los márgenes. Europa debe prepararse para gobernar en la incertidumbre. Lo que antes era excepción —fragmentación, polarización, volatilidad—, amenaza con ser la norma.
Análisis país a país
En Portugal, la victoria ajustada de la coalición conservadora Aliança Democrática (AD), liderada por Luís Montenegro, es menos el principio de una nueva etapa que el síntoma de un sistema descompuesto. No por previsible es menos impactante el ascenso de Chega, el partido de ultraderecha liderado por André Ventura, que ha rozado el sorpasso al Partido Socialista (PS), hasta ahora columna vertebral del sistema democrático portugués. Con un 22% de los votos y 58 diputados, Chega no solo consolida su presencia, sino que se erige como alternativa al liderazgo conservador. No ha llegado para apuntalar al Gobierno, sino para sustituirlo.
El modelo de la Revolución de los Claveles, basado en un bipartidismo funcional y una cultura democrática de moderación, ha implosionado. Lo que se configura es un Parlamento atomizado, sin mayorías claras y con una ultraderecha desafiante, cuya narrativa rupturista cala especialmente en las regiones hasta ahora socialistas del sur. Que la izquierda no sume ni un tercio de los votos revela no solo una crisis coyuntural, sino una derrota cultural. Ventura lo ha entendido perfectamente: no se limita a competir, busca reescribir el relato de los últimos 50 años.
El declive socialista es también una consecuencia de errores propios. Pedro Nuno Santos ha pagado caro la fatiga de un partido que lleva demasiado tiempo en el poder y que no ha sabido reconectar con sus bases tradicionales. La caída de más de 400.000 votos en un solo año lo confirma. Ni siquiera los escándalos en torno a Chega o la polémica empresarial de Montenegro han movilizado al electorado progresista. En cambio, la participación ha aumentado: el descontento no es apatía, sino protesta.
Tampoco la victoria de Montenegro augura estabilidad. Su exigua mayoría está lejos de permitir un gobierno fuerte, y su negativa (al menos hasta ahora) a pactar con Chega le condena a una geometría parlamentaria complicada. La tentación de gobernar por decreto, o con el aliento de la ultraderecha sin ataduras formales, se perfila en el horizonte. La gobernabilidad dependerá del voto exterior y de los equilibrios que se logren en una Asamblea donde la fragmentación parece ya estructural.
En Rumanía, sin embargo, se dibuja un escenario distinto pero igualmente revelador. El avance de la derecha radical parecía inminente, pero la figura atípica de Nicusor Dan, un activista convertido en referente político, ha conseguido frenar momentáneamente el auge extremista. Su perfil tecnócrata, ajeno al aparato y con un discurso basado en la ética pública, sugiere que aún hay espacio en Europa para propuestas regeneradoras sin recurrir al populismo. Dan no es el futuro garantizado, pero sí un ejemplo de cómo los márgenes pueden recuperar el centro.
Polonia, por su parte, se mantiene como un campo de batalla crucial. La primera vuelta de las presidenciales ha arrojado un empate técnico entre el liberal europeísta Rafal Trzaskowski y el historiador nacionalista Karol Nawrocki. Aquí, más que una simple elección, se juega el alma institucional del país. Polonia lleva años oscilando entre el autoritarismo encubierto y la resistencia democrática, y esta elección podría consolidar uno u otro camino. La lección polaca es que en la Europa del Este la batalla entre democracia liberal e iliberalismo sigue abierta, con una ciudadanía movilizada y dividida.
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