¿Qué puede esperar América Latina y el Caribe de la victoria de Trump?

Editorial – Diario Red

Independientemente del nivel de intervencionismo que asuma Trump de cara a América Latina, su política tiene una serie de metas inalterables: subir aranceles, limitar la competencia migratoria, relocalizar industrias y repatriar capitales

Hay dos errores analíticos frecuentes en la comprensión de las elecciones estadounidenses y en su posible impacto en América Latina y el Caribe. En primer lugar el considerar que no hay nada en juego; que las opciones electores presentadas por demócratas y republicanos son idénticas, que el denominado deep state es un factor monolítico e impermeable a las coyunturas electorales, que los comicios son un mero simulacro y que no hay cambio alguno que esperar de la sucesión de huéspedes de la Casa Blanca y la Oficina Oval. Como todo es lo mismo no hay nada que valga la pena analizar.

El otro sesgo, opuesto pero igual de reduccionista, se ilusiona cada cuatro años con lo que espera sean cambios de fondo en la orientación de la política doméstica y exterior del todavía principal hegemón mundial, como si cada elección fuera un barajar y dar de nuevo, y como si la democracia de baja intensidad de los Estados Unidos no conviviera con poderes fácticos y grupos de presión poderosísimos; en suma, con actores no democráticos ni electivos.

En este grupo se cuentan los que acaban siempre por comprar la inflación retórica de uno u otro bando del sistema bipartidista estadounidense: ya sea la impostura progresista de Kamala Harris (en su versión multicultural, feminista o anti-racista), antes la Fiscal de mano dura que fue el azote de las comunidades afronorteamericanas y actualmente la Vicepresidenta de un gobierno facilitador del genocidio en Gaza; o bien el amargeddon conservador declamado por Donald Trump, cuyos permanentes exabruptos (como la propuesta de bombardear territorio mexicano para combatir a los carteles de la droga) no siempre tienen, por fortuna, un correlato en la política efectiva del gran país del norte.

La situación real se aleja, como siempre, de todas las caricaturas. Si no hubiera nada en juego, lobbys tan concentrados y poderosos como los del sionismo, las finanzas de Wall Street, el complejo militar-industrial o las grandes plataformas digitales no hubieran invertido fortunas en las elecciones más caras de la historia, ni se hubieran involucrado personalmente en la campaña multimillonarios como Elon Musk o Melinda Gates. Si todo estuviera en juego y las opciones electorales se ubicaran en las antípodas, sería imposible explicar las coincidencias programáticas tan notables entre demócratas y republicanos. Coincidencias como las que encontraremos, por ejemplo, en relación a América Latina y el Caribe.

Continuidad con cambios

Quizás (aún no es tan claro), algunas regiones como Europa Oriental, Asia Occidental o el Indo-pacífico pueden esperar cambios más o menos significativos en lo que respecta a la política de una nueva administración de Donald Trump. En el caso de América Latina y el Caribe hemos más bien de esperar una continuidad con cambios, como la que de hecho hubo entre las administraciones de Trump y Biden.

Si hay algún rubro de la política norteamericana donde el deep state existe en efecto, éste es la política exterior, por definición política una política de Estado y no una mera orientación de gobierno. Al respecto, las directrices más claras pueden buscarse tanto en el Departamento de Estado como en los actores vinculados a la seguridad, la defensa y la inteligencia, como el Comando Sur o incluso la CIA, de gira permanente por la región desde la reactivación de la Cuarta Flota en el año 2008.

El objetivo estratégico del conjunto del establishment es preservar América Latina y el Caribe como reservorio de recursos estratégicos: litio, tierras raras, agua, biodiversidad, gas y petróleo principalmente. Desde la enunciación de la Doctrina Monroe hace casi dos siglos, el hemisferio es y seguirá siendo considerado el área de seguridad interior y de eventual repliegue estratégico de los Estados Unidos, más aún en un escenario abierto de transición hegemónica global.

Sin embargo, no caben dudas de que a partir de esta orientación unitaria hay grandes matices y hasta diferencias ostensibles sobre cómo relacionarse con los diferentes gobiernos latinoamericanos y caribeños. La interna estadounidense se volvió desde hace años un producto for export, por lo que, desde el centro hasta la extrema derecha regional, los diferentes gobiernos y fuerzas políticas han tendido a referenciarse, primordialmente, con los demócratas o los republicanos (o directamente en la figura carismática de Donald Trump).

Para entender estos matices y diferencias conviene agrupar a los países en bloques. Por un lado encontramos a los gobiernos ultraderechistas, como los de Milei en Argentina, Bukele en El Salvador y Noboa en Ecuador. Aquí el clima es exultante. Basta tomar, como botón de muestra, la reacción de la dirigencia del primer gobierno liberal-libertario del planeta al sur del continente. Aquí, a una serie de coincidencias ideológicas no exentas de cortocircuitos (como por ejemplo entre el proteccionismo del estadounidense y el libertarianismo del argentino), se suma la admiración personal de Milei por Trump y la búsqueda de que el magnate habilite, desde la Casa Blanca, fondos que el Fondo Monetario Internacional podría conceder al gobierno argentino para así descomprimir su acuciante situación macroeconómica.

Figuras como las de Trump, Milei o Bukele coinciden además en los cónclaves que organiza la internacional reaccionaria que se nuclea desde hace años en la Conferencia Política de Acción Conservadora (CPAC). No hay dudas de que la sola presencia de Trump en la Oficina Oval legítima y envalentona a las fuerzas más reaccionarias de la región, desembozadas como no lo estaban desde la política contrainsurgente del Plan Cóndor.

En un segundo grupo encontramos lo que Trump definió hace años como el “eje del mal” de la región: los gobiernos de Venezuela, Cuba y Nicaragua. La llamada “troika tiránica” puede esperar, previsiblemente, un ajuste de tuercas de las políticas preferidas para propiciar el “cambio de régimen”: las medidas coercitivas unilaterales, las mal llamadas “sanciones económicas”. En el caso de Venezuela, las sanciones sobre PDVSA y su vital industria petrolera se relajaron parcialmente en los últimos años, más que por convicción demócrata por las necesidades impuestas por la guerra ruso-ucraniana. ¿Apoyará Trump de manera más entusiasta todavía a la belicosa oposición local?

Lo mismo vale para Cuba, el bloqueo económico extraterritorial y su ubicación en la lista de presuntos Estados “patrocinadores del terrorismo”. La política de acercamiento de los tiempos de Obama quedó definitivamente sepultada durante los gobiernos de Trump y Biden, y cabe esperar aquí o bien una continuidad sin matices o bien cambios que hagan aún más asfixiante la presión sobre la isla. Además, el objetivo prioritario de Trump será combatir el ascenso irrefrenable de China, muy gravitante en estos países en términos diplomáticos, pero también a través de créditos, infraestructuras e inversiones cuantiosas.

En tercer lugar, con relaciones y circunstancias mucho más heterogéneas, podemos mencionar a los gobiernos de la llamada “segunda ola progresista”. Un caso peculiar en este grupo es México, cuya economía es mutua pero asimétricamente dependiente de la de los Estados Unidos por virtud de los tratados de libre comercio de América del Norte (primero el TLCAN, luego renegociado en 2020 bajo la sigla de T-MEC). Aquí el asunto más espinoso será la política migratoria, chivo expiatorio favorito de Trump para seducir a las pauperizadas y disconformes clases trabajadores blancas del país, que se sienten “reemplazas” en términos laborales y demográficos. Igual de problemática será la renegociación del T-MEC en el año 2026, que corresponderá al flamante gobierno de Claudia Sheinbaum y a un proteccionista como Trump.

Pero la cuestión migratoria no es sólo clave para la nutrida comunidad mexicana al norte del Río Bravo: resulta igual de vital para los países centroamericanos del llamado Triángulo Norte (Honduras, El Salvador y Guatemala), así como para muchas islas caribeñas. En el caso notable de Haití la preocupación del país radica en las amenazas republicanas de cancelar el Estatuto de Protección Temporal de que goza el país, lo que podría ocasionar deportaciones masivas hacia la nación más empobrecida de todo el hemisferio. Muchas otras islas se encuentran en una situación similar. Para contener la presión migratoria, Trump podrá contar con la asistencia del gobierno conservador de José Raúl Mulino en Panamá, quien prometió blindar la selva del Darién, por la que anualmente se desplazan cientos de miles de migrantes latinoamericanos y caribeños con rumbo a los Estados Unidos.

Otro caso es Brasil, dado que Itamaraty se ha mostrado históricamente más próxima a los demócratas que a los republicanos, lo que se relaciona en la actualidad con dos hechos significativos. En primer lugar con el total alineamiento entre Trump y Jair Bolsonaro, principal contradictor de los gobiernos del Partido de los Trabajadores. Pero también con la participación protagónica de Lula da Silva en la construcción y expansión de los BRICS, principal amenaza a la tentativa estadounidense de recrear un mundo unilateral que trasluce la consigna del make América great again.

En el caso de Colombia el principal eje de colisión será, sin dudas, la política medioambiental. El gobierno de Gustavo Petro ha hecho del combate y sensibilización en torno a la crisis climática la principal divisa de su gobierno, y acaba de cerrar una apuesta muy fuerte con la celebración de la COP16 en la ciudad de Cali. En las antípodas, Trump es un conocido negacionista del cambio climático, descree de la política de descarbonización y es un promotor entusiasta del fracking. De aquí sólo pueden surgir choques y malentendidos. Queda por ver cuál será la política del establishment frente a las tentativas destituyentes en proceso contra el gobierno del Pacto Histórico.

Independientemente de la orientación y las simpatías de cada gobierno, y del nivel de intervencionismo que asuma Trump de cara a América Latina, su política tiene una serie de metas inalterables: subir aranceles, proteger los empleos locales, limitar la competencia migratoria, relocalizar industrias y repatriar capitales. Paradójicamente, esto traerá dolores de cabeza no sólo para sus más firmes detractores, sino también para muchos de sus aliados y subalternos ideológicos en la región.

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