Timor Oriental, un Infierno Olvidado

Por Alex Santos Roldán* – Diario Red

El entendimiento entre la dictadura indonesia de Suharto y Occidente provocó uno de los genocidios más sangrientos y olvidados del siglo XX.

El siglo XXI inició con la creación de un nuevo país. En 2002, Naciones Unidas reconocía a Timor Oriental, una antigua colonia portuguesa, como un Estado soberano. Pero, pese a la omnipresencia del legado lingüístico y religioso luso, este país de poco más de 1 millón de habitantes y apenas 15.000 kilómetros cuadrados, no se independizaba de Portugal. Sino de Indonesia.

Situado a tan solo 500 kilómetros de las costas australianas y rodeado completamente por Indonesia, Timor Oriental se vio atrapado en una intriga geopolítica entre sus dos vecinos que provocó uno de los genocidios más sangrientos y olvidados de todo el siglo XX.  

Una independencia abortada 

25 de abril de 1974. Un sorpresivo golpe de Estado derribaba con pasmosa facilidad al Estado Novo que Antonio Oliveira Salazar había erigido cuatro décadas atrás. El socialista Movimiento de las Fuerzas Armadas acabó de un plumazo con las sangrientas guerras coloniales que trataban de postergar ad infinitum el inevitable derrumbe del más vetusto de los imperios coloniales europeos.

La independencia llegó de forma súbita a Timor Oriental. A diferencia de sus contrapartes africanas – Angola, Mozambique y Guinea-Bissau – dicho país no había padecido ningún conflicto bélico. Por ende, la transición del poder fue inicialmente pacífica. Las antiguas élites coloniales conformaron la Unión Democrática Timorense (UDT), por su parte, de las universidades y la burguesía urbana surgió el Frente Revolucionario de Timor Oriental Independiente (FRETILIN).

Pero la tranquilidad que reinaba sobre el terreno contrastaba con la inquietud imperante en Yakarta y Canberra. El auge electoral del FRETILIN cimentó el temor a una expansión regional del socialismo tanto entre los generales indonesios de la dictadura del general Suharto como en la clase política australiana. Pero sus preocupaciones iban mucho más allá del comunismo.

Timor Oriental desenterraba los miedos estructurales de ambas élites. Indonesia, compuesta por decenas de etnias con pocos o nulos vínculos entre sí más allá de la colonización holandesa, veía a un Timor Oriental independiente como una amenaza para su integridad territorial. Australia recogía dichos temores y los elevaba a la enésima potencia.

A través de la teoría del Arco de Inestabilidad, Canberra concibe a sus vecinos septentrionales como Estados endebles con un alto potencial de implosión. Dicha caracterización los convierte en una plataforma perfecta para que potencias hostiles que intenten amenazar el territorio australiano. En consecuencia, los legisladores australianos no estaban dispuestos a arriesgarse con Timor Oriental.   

Bajo estas premisas, la administración del laborista Gough Whitlam y el régimen de Suharto acordaron que Timor Oriental debía integrarse en Indonesia. Las operaciones empezaron en 1974, el propio año de la independencia. El Kopkamtib – la inteligencia militar indonesia – del general Lenny Moerdani contactó con la UDT y les proporcionó armamento y entrenamiento para que combatieran al FRETILIN. 

Indonesia, con el apoyo de Australia, impusieron a Timor Oriental la guerra civil. Y la perdieron. Tras semanas de intensos combates que se cobraron hasta 3.000 vidas, el FRETILIN se impuso ante la UDT. Pero la derrota era inaceptable para Yakarta. Apenas dos meses después de finalizado el conflicto, 35.000 soldados indonesios cruzaron la frontera con la intención de anexar Timor Oriental a Indonesia. Empezaba el infierno. 

El infierno

Las fuerzas armadas de Indonesia se abalanzaron sobre las principales ciudades del país y desataron una masacre. Miembros del FRETILIN y civiles fueron asesinados por igual. Se estima que en solo las primeras 48 horas, unos 2.000 timorenses fueron ejecutados en Dili, la capital. Los testigos supervivientes relatan masacres públicas que no hacían distinción ni de género ni de edad. Incluso los profesionales de la prensa occidental presentes en las primeras etapas del conflicto fueron asesinados.

La violencia desplazó a gran parte de la población desde las llanuras costeras hasta el interior selvático y montañoso. Con ellos, también iba el FRETILIN. Superados en número y armamento, la guerrilla independentista optó por atrincherarse en las montañas y ralentizar los avances indonesios. Y lo consiguieron. Para 1977, dos años después de la ofensiva inicial, el ejército indonesio se encontraba estancado.

Se trataba de una victoria pírrica. Según informes de la diplomacia australiana, durante ese mismo año 1977, las muertes civiles en Timor Oriental se contaban entre 50.000 y 100.000. La propia organización también pagó un alto precio. Nicolaus Lobato, su líder, fue abatido por las fuerzas indonesias y sus sucesores o marcharon al exilio o fueron encarcelados. Sin embargo, el FRETILIN resistía. 

La resistencia de los timorenses solo hizo que desde Yakarta se redoblará la represión. Indonesia se embarcó en una campaña de compra de material militar a países europeos y, sobre todo, a Estados Unidos. Con el nuevo armamento, se inició un asedio a las bases del FRETILIN, en el cual, el armamento químico, el napalm y la destrucción de cultivos fueron empleados de manera sistemática.

Aplicando los manuales de contrainsurgencia, el ejército indonesio reubicó a las poblaciones desde las fértiles colinas a campos de “reasentamiento” ubicados en zonas infértiles. Sin nada que cultivar y con las fuerzas armadas indonesias negando la entrada de alimento a los campos, la hambruna se extendió y no tardaron en producirse epidemias.

Pero la estrategia indonesia no se limitaría al exterminio físico de la población. Las autoridades militares estaban decididas a erradicar todo rastro de identidad timorense. En los campos de “reasentamiento” las mujeres fueron sometidas a esclavitud sexual y a programas de esterilización forzada. Mientras tanto, se llevaron a cabo programas de promoción de la inmigración procedente de otras partes de Indonesia. 

El genocidio era inútil en términos militares. Cada acto de exterminio solamente llevaba a un reforzamiento de la moral de los combatientes del FRETILIN. Pero los generales indonesios ya no pensaban en términos castrenses. La plana mayor del ejército se dedicó a lo largo de la ocupación, a apoderarse de los principales sectores económicos de Timor Oriental. De este modo, sectores como el café, la madera de sándalo, las importaciones o la construcción de infraestructuras se convirtieron en los negocios privados de los comandantes.  

No había ningún incentivo para detener el genocidio. Y en Canberra lo sabían. En plena ocupación, Australia acordó con Indonesia el reparto de la explotación de los yacimientos gasísticos de Sunrise y Troubadour, situados en las aguas territoriales timorenses. Con el gas expropiado a Timor, el norte de Australia se erigió como el principal “hub gasístico” del país. 

El fin del silencio

Para los años 1990 ‘s, nada hacía pensar que Timor Oriental conseguiría escurrirse de las garras de los generales indonesios. Se trataba de un conflicto más en el tercer mundo. Nada digno de copar portadas. Pero la caída del Muro de Berlín y la disolución del Pacto de Varsovia lo cambió todo.

Juan Pablo II ya había conseguido su gran aspiración política personal: la caída del comunismo en su natal Polonia. Fue así como el Vaticano, ausente en gran medida durante el genocidio contra uno de los pocos países católicos de Asia, se dignó a “poner el grito en el cielo”. La década inició con una visita del Santo Pontífice que obligaría a Yakarta a rebajar los niveles de violencia.

La tregua permitió que la resistencia civil volviera a florecer con fuerza. Fue en ese punto en el que los generales indonesios cometieron un error estratégico. En la Masacre de Santa Cruz (1994) los militares asesinaron a decenas de timorenses que se manifestaban por la independencia. Un acto que provocó consternación en la comunidad internacional.

Sin la Unión Soviética y la amenaza comunista, Occidente no tenía incentivos para seguir apoyando al régimen de Suharto y su genocidio. Lo que antes era conscientemente ignorado, ahora provocaba escándalo. La academia noruega señaló el camino al otorgar el premio nobel de la paz a los líderes independentistas timorenses en 1996.

Un año después, en 1997, una crisis financiera azotó el Sudeste Asiático y generó una oleada de protestas en Indonesia contra la dictadura de Suharto. Las calles de Yakarta ardieron durante semanas hasta que las élites políticas obligaron al dictador a presentar su dimisión. Con ello, el genocidio llegó a su fin.

Las Naciones Unidas, con el respaldo occidental, iniciaron un proceso de emancipación en cuyo centro se encontraba el referéndum de independencia de 1999. En este, más de un 75% de la población optó por la independencia, lo cual desató una última oleada de violencia por parte de milicias patrocinadas por el ejército indonesio.

Así, con el cambio de milenio, nació Timor Oriental. Un país de apenas 1 millón de habitantes que había perdido hasta 300.000 vidas en uno de los genocidios más silenciados de la historia universal contemporánea.

*Alex Santos Roldán, politólogo especializado en política internacional. Miembro de Descifrando la Guerra. Colaborador en varios medios escritos. Escribe sobre Asia-Pacífico, el subcontinente Indio y Asia Central.