Por Manu Pineda* – Público.es
La caracterización que Donald Trump ha hecho del conflicto en Nigeria, presentándolo como una persecución religiosa unilateral que justificaría incluso la amenaza de una intervención militar, constituye un ejemplo paradigmático de manipulación política y simplificación mediática. En sus declaraciones, el presidente norteamericano afirma que el cristianismo se enfrenta en Nigeria a una «amenaza existencial» y acusa al gobierno nigeriano de permitir el asesinato sistemático de cristianos. Con ello no solo distorsiona los hechos, sino que utiliza un drama humano de enorme complejidad como pieza de una narrativa geopolítica maniquea, construida para dividir al mundo en «buenos cristianos» y «malos musulmanes», y para reactivar la vieja obsesión ideológica de la islamofobia entre su base electoral y mediática.
La realidad nigeriana está muy lejos de poder explicarse en términos puramente religiosos. Nigeria, con más de 220 millones de habitantes y una enorme diversidad étnica y confesional, vive desde hace décadas una multiplicidad de conflictos que se superponen y retroalimentan. A la insurgencia salafista de Boko Haram —vinculada al DAESH— y a su escisión, el Estado Islámico en la Provincia de África Occidental (ISWAP), se suman enfrentamientos entre pastores nómadas, en su mayoría musulmanes fulani, y agricultores sedentarios, en su mayoría cristianos, que se disputan tierras y fuentes de agua cada vez más escasas por efecto del cambio climático y del crecimiento demográfico. En paralelo, el país padece el auge del bandolerismo armado con motivaciones esencialmente económicas, que ataca indiscriminadamente a comunidades de todas las confesiones, así como tensiones secesionistas en el sureste, de mayoría cristiana, donde resurgen movimientos independentistas.
Presentar este entramado de factores como una simple «persecución de cristianos» no solo es intelectualmente deshonesto, sino políticamente peligroso. Los datos disponibles demuestran que las víctimas de la violencia en Nigeria pertenecen a todas las comunidades religiosas. Si bien los ataques contra iglesias y aldeas cristianas son una realidad grave e innegable, la mayoría de las víctimas de los grupos armados son, en realidad, musulmanes del norte del país. Boko Haram, en particular, ha asesinado a miles de musulmanes a los que considera no lo suficientemente fieles ni piadosos. Las cifras recopiladas por el programa Armed Conflict Location and Event Data (ACLED) entre 2020 y 2025 indican 385 ataques dirigidos contra cristianos, con 317 muertes, y 196 ataques contra musulmanes, con 417 muertes. Estas estadísticas desmienten la idea de un genocidio dirigido exclusivamente contra una fe y revelan más bien un patrón de violencia difusa donde las víctimas se cuentan por igual entre las distintas comunidades religiosas.
Pese a ello, la retórica de Trump no surge de la nada. Forma parte de una estrategia política más amplia, tanto doméstica como internacional, que busca explotar el miedo al islam y presentarse como defensor de una supuesta «civilización cristiana» en peligro. El presidente recoge así una narrativa promovida por los sectores más ultraconservadores y ultraderechistas estadounidenses, como el senador Ted Cruz, que durante meses ha presionado al Departamento de Estado para que Nigeria sea designada «país de preocupación particular» por supuestas violaciones a la libertad religiosa. Detrás de esta maniobra se encuentran poderosos grupos de presión religiosos y mediáticos que intentan imponer una lectura sectaria de los conflictos africanos, desoyendo los informes multilaterales y los análisis de campo que describen una realidad mucho más compleja.
El uso del término «amenaza existencial» por parte de Trump es también una jugada calculada. Como ha señalado el analista nigeriano Gimba Kakanda, asesor del vicepresidente del país, el presidente evita cuidadosamente el término «genocidio», que tiene una definición legal precisa y exige demostrar la intención de destruir total o parcialmente a un grupo. En cambio, opta por una fórmula emocionalmente potente pero jurídicamente ambigua, capaz de generar alarma y movilizar a sus simpatizantes sin someter su discurso a un escrutinio riguroso. La defensa de los «queridos cristianos perseguidos», en este contexto, se convierte en un recurso propagandístico más, útil para reforzar su liderazgo político y alimentar la lógica del choque civilizatorio que tantas veces ha utilizado en su carrera.
La amenaza de una intervención militar «rápida, feroz y dulce», lanzada en redes sociales por Trump, lleva esa lógica al extremo del espectáculo. Convertir un problema diplomático y humanitario tan delicado en una bravata de campaña revela un desprecio absoluto por las consecuencias reales de una acción armada sobre el terreno. Una intervención de este tipo no solo sería catastrófica para la población civil nigeriana, sino que desestabilizaría toda la región del Sahel, donde ya operan múltiples grupos armados y redes de contrabando transfronterizas. El objetivo no es resolver un conflicto, sino producir un golpe mediático inmediato, apropiarse del relato y presentarse como el salvador de un cristianismo amenazado.
Esta instrumentalización del miedo religioso no se limita a Estados Unidos. Forma parte de una ofensiva ideológica global en la que la islamofobia se ha convertido en el nuevo cemento de la extrema derecha internacional. En Europa, esa estrategia ha calado profundamente en proyectos políticos que encuentran en el odio al musulmán un eje de cohesión y movilización electoral. Desde Marine Le Pen en Francia, que ha hecho de la «defensa de la identidad francesa» un eufemismo de exclusión religiosa y racial, hasta la extrema derecha holandesa, cuyo discurso islamófobo ha crecido sobre la demonización sistemática de las comunidades migrantes, el patrón es el mismo: fabricar miedo para disciplinar a las mayorías.
En España, esa misma lógica se traduce en el discurso de Vox y de formaciones emergentes como Aliança Catalana, liderada por Silvia Orriols, que construye su discurso en torno a la estigmatización del islam como amenaza a la «identidad nacional». Muy graves son las derivas del Partido Popular y de Junts, que, lejos de marcar distancia, adoptan de manera calculada gran parte de ese discurso, blanqueando posiciones xenófobas y legitimando a quienes viven del odio. Es necesario recordar que todos estos partidos islamófobos son profundamente sionistas y, por lo tanto, defensores a ultranza del régimen genocida israelí. El resultado político es doblemente nefasto: por un lado, se normaliza el racismo institucional; por otro, se vacía el espacio del debate social real, sustituyendo los problemas estructurales —como la precariedad, la vivienda o la desigualdad— por el enemigo inventado del «otro» musulmán.
El contagio de la islamofobia europea al relato estadounidense y viceversa revela que ya no se trata de fenómenos aislados, sino de un frente político articulado. Trump, Le Pen, Wilders, Orriols o Abascal participan, con matices, del mismo relato de «defensa de la civilización» frente a una amenaza inventada. Su fuerza no proviene de la verdad, sino del miedo; su método no es el análisis, sino la manipulación emocional y mediática. La islamofobia es, en este sentido, la nueva forma de legitimación del autoritarismo excluyente en Occidente: un racismo con ropaje cultural, una cruzada civilizatoria que reemplaza el debate político por el odio identitario.
Frente a estas acusaciones, el gobierno de Nigeria ha respondido con firmeza y prudencia. El presidente Bola Ahmed Tinubu rechazó la descripción del país como un escenario de persecución religiosa, subrayando que la libertad de culto y la convivencia entre comunidades son principios fundacionales de la nación nigeriana. En declaraciones públicas, su gobierno ha reiterado su compromiso de proteger por igual a todos los ciudadanos, sean cristianos o musulmanes, y ha desplegado una ofensiva diplomática para contrarrestar la desinformación. Nigeria ha insistido en que las críticas y propuestas deben basarse en hechos y no en campañas de presión ideológica ni en cálculos electorales ajenos.
El problema de fondo no es solo la falsedad del relato, sino el efecto devastador que este tipo de discursos tiene sobre el terreno. Cuando una figura tan influyente como Trump define el conflicto nigeriano en términos religiosos, contribuye a exacerbar las tensiones entre comunidades, alimenta la desconfianza y refuerza las posiciones extremistas. Como advirtió la profesora Olajumoke Ayandele, «el tamborileo del genocidio podría empeorar la situación porque todos van a estar alertas»: la percepción de una guerra de religión puede convertirse en una profecía autocumplida, incentivando la violencia y dificultando los procesos de reconciliación. Además, el uso del conflicto como herramienta de confrontación política internacional puede minar los esfuerzos multilaterales para fortalecer la seguridad regional y combatir el extremismo desde el desarrollo y la cooperación, no desde la fuerza bruta.
La narrativa construida por Trump no resiste el contraste con los hechos ni con los principios elementales de la diplomacia. Al transformar un conflicto complejo, atravesado por factores socioeconómicos, históricos, étnicos y ambientales, en un relato simplista de persecución religiosa, el inquilino de la Casa Blanca actúa con una irresponsabilidad que va mucho más allá del error analítico: contribuye activamente a agravar el problema. Su retórica belicista no solo ignora el sufrimiento de las víctimas musulmanas, sino que desestima los esfuerzos de reconciliación interna y amenaza con incendiar aún más una región ya extremadamente frágil.
Frente a esta manipulación global, la tarea urgente es doble: denunciar la islamofobia como forma contemporánea de colonialismo ideológico, y construir una alternativa basada en la cooperación, la justicia y la verdad. Nigeria, el Sahel y África entera no necesitan sermones mesiánicos ni soluciones militares de espectáculo que actúen como gasolina sobre un incendio; necesitan apoyo real para abordar las raíces estructurales de la violencia, fortalecer su cohesión social y avanzar hacia un desarrollo inclusivo. Y, sobre todo, necesitan avanzar en el proceso de descolonización real de forma que se respete de manera efectiva la soberanía de sus pueblos, como medida imprescindible para apaciguar las endémicas tensiones internas que atraviesan todo el continente. Europa, si no quiere repetir sus peores errores históricos, debe aprender a desactivar el veneno del odio identitario que hoy corroe sus democracias. Defender la verdad frente a la manipulación y la paz frente a la propaganda es, en este caso, un acto de justicia y de responsabilidad internacional.
*Manu Pineda, activista y político español, responsable de Solidaridad Internacional de Izquierda Unida y al Partido Comunista de España. Fue diputado del Parlamento Europeo dentro del Grupo de Izquierda (The Left) y delegado del Parlamento Europeo para las relaciones con Palestina entre 2019 y 2024.


