Washington Redibuja el Caribe: el Costo Geopolítico de una Guerra Mal Calculada 

Por Jorge Luis Sierra* – Diario Red 

El Caribe se ha convertido en un laboratorio de la nueva política hemisférica de Estados Unidos: un espacio donde la frontera entre seguridad y guerra se borra, y donde cada operación militar lleva consigo una carga simbólica destinada más al electorado de Florida que a la estabilidad regional. 

El Caribe está ocupando un lugar central en la geopolítica de Estados Unidos. Haciendo a un lado la condición del Caribe como un corredor de cooperación marítima y comercial, el gobierno de Trump lo ha convertido en un mero espacio de proyección militar. Las operaciones navales de la Armada estadounidense en el mar Caribe y las costas de Colombia, los bombardeos de embarcaciones sospechosas y la presencia de destructores y fragatas norteamericanas evocan una escena de tiempos pasados, cuando la Doctrina Monroe justificaba la intervención. 

Hoy, bajo el discurso de la “guerra contra el narcotráfico”, Washington intenta reconfigurar el mapa de seguridad del hemisferio occidental y ha reinstalado en el Caribe un dispositivo militar que altera el equilibrio político regional. 

El argumento oficial es familiar: combatir las rutas del narcotráfico y neutralizar las redes criminales transnacionales. Sin embargo, bajo el prisma del análisis estratégico, esta narrativa opera como un velo. En realidad, se está reacomodando la doctrina de defensa estadounidense hacia una visión hemisférica que busca reafirmar su presencia militar frente a China, Rusia y, en menor medida, Irán. El narcotráfico es el pretexto; la meta, el reposicionamiento del poder. La política exterior de Washington en el Caribe ha dejado de ser diplomática y se ha militarizado bajo un nuevo esquema donde la guerra y la disuasión reemplazan la cooperación y el diálogo. 

En esta estrategia convergen dos figuras con roles complementarios: Marco Rubio, al frente del Departamento de Estado, y Pete Hegseth, al mando del Pentágono. Rubio impulsa una diplomacia de hostilidad, una política de revancha ideológica que se remonta a la Guerra Fría. Ha convertido su origen cubanoamericano en un instrumento de política exterior, resucitando el anticomunismo como lenguaje político. Su discurso busca legitimar la intervención bajo la bandera de los derechos humanos, mientras clasifica a los cárteles de la droga como organizaciones terroristas extranjeras, abriendo así la puerta legal para el uso de la fuerza militar en territorio extranjero. Esa redefinición semántica —que convierte un fenómeno criminal en una amenaza de seguridad nacional— es el paso decisivo para justificar la presencia bélica. 

Hegseth, por su parte, ha llevado esa narrativa al terreno operativo. Desde su designación como secretario de Defensa, ha impulsado la idea de que el verdadero frente de guerra está dentro del hemisferio, no en Europa ni en Asia. Su doctrina de “defensa interna ampliada” plantea que la seguridad de Estados Unidos depende del control marítimo y aéreo del Caribe y del norte de Sudamérica. Con esa premisa, el Pentágono ha desplegado buques de guerra, drones de vigilancia y unidades de inteligencia marítima que ya actúan bajo protocolos de combate, no de interdicción. En términos militares, el Caribe ha pasado de ser un corredor de seguridad a un teatro operacional. 

Desde la óptica del análisis estratégico-militar, el problema no radica en la capacidad de proyección estadounidense, sino en la ambigüedad de sus objetivos. ¿Se trata realmente de frenar el tráfico de drogas o de recuperar el control geopolítico de una región que China ha estado cortejando con inversiones portuarias y tecnológicas? 

Por otra parte, el uso de armamento pesado —incluidos misiles aire-mar— contra lanchas sospechosas de narcotráfico en el Caribe pasa por encima del derecho internacional humanitario y plantea dudas sobre la proporcionalidad y la legalidad de las operaciones. Bajo las normas internacionales, la acción bélica sólo se justifica ante una amenaza armada inminente. Pero en la práctica, las operaciones estadounidenses están actuando sobre la base de inteligencia incompleta, con margen de error que podría derivar en incidentes diplomáticos graves. 

Cuba, que observa esta escalada desde la línea más próxima, percibe las maniobras como una amenaza directa a su soberanía marítima. El canciller Bruno Rodríguez Parrilla, en entrevista con Associated Press, denunció que la política de Rubio responde más a una agenda personal que a una estrategia de Estado. No es una acusación menor: en el lenguaje diplomático, implica que Washington ha subordinado su política exterior a intereses ideológicos y electorales. Para La Habana, militarizar el Caribe equivale a colocar tropas en su propio jardín. Las rutas de abastecimiento energético, la pesca y las comunicaciones marítimas cubanas podrían verse afectadas por la intensificación del patrullaje estadounidense y los ejercicios navales conjuntos con Colombia. 

La visión de Rodríguez intenta, al mismo tiempo, establecer una distinción calculada: responsabiliza a Rubio del endurecimiento y deja abierta la puerta al diálogo con el presidente Trump, a quien aún describe como un actor con el que “es posible hablar”. Es una estrategia de supervivencia diplomática. Cuba busca, por un lado, reducir el riesgo de enfrentamiento directo y, por otro, mantener abierta la vía del entendimiento bilateral, sobre todo en áreas de cooperación en migración y antiterrorismo. 

Esta dualidad diplomático-militar es problemática porque rompe la línea de mando institucional. Rubio conduce la diplomacia como si fuera una cruzada personal, mientras Hegseth traduce esa cruzada en doctrina militar. El resultado es una política hemisférica sin centro de gravedad claro, donde la estrategia depende más de las pasiones políticas que del cálculo táctico. La historia demuestra que este tipo de dualidad —diplomacia incendiaria y músculo militar— tiende a producir errores operacionales y crisis imprevistas. Un radar malinterpretado o una operación mal comunicada puede escalar en horas hacia una confrontación internacional. 

El riesgo no es sólo para Cuba o Venezuela. México, Colombia, Jamaica y República Dominicana quedan atrapados en un arco de inestabilidad donde el Comando Sur amplía su huella logística. La presencia constante de naves de guerra estadounidenses en el Caribe erosiona la cooperación multilateral y debilita la autonomía diplomática de la región. Cada milla que avanza el Comando Sur, retrocede la diplomacia latinoamericana. 

Además, desde el punto de vista militar, esta expansión presenta una paradoja: expone a las fuerzas armadas estadounidenses a escenarios de desgaste que no son estratégicamente vitales. Las operaciones prolongadas en el Caribe —bajo condiciones climáticas adversas, con rutas de abastecimiento extendidas y con un entorno político fragmentado— consumen recursos y atenúan la capacidad de disuasión global del país. Para los cárteles de la droga, este despliegue no representa necesariamente una amenaza directa, sino una oportunidad. Cuanto más visible es la fuerza militar en el mar, más se desplazan las rutas terrestres y aéreas. El espectáculo del poder sirve más para la política doméstica estadounidense que para la eficacia operativa. 

Washington está ganando visibilidad estratégica, pero perdiendo profundidad táctica. La combinación de una diplomacia radicalizada y un aparato militar sobreactivo genera ruido político sin lograr un impacto medible sobre el tráfico de drogas. Mientras tanto, los adversarios —desde los cárteles hasta los gobiernos rivales— aprenden, se adaptan y observan las brechas que deja una estrategia demasiado mediática. 

El Caribe, en consecuencia, se ha convertido en un laboratorio de la nueva política hemisférica de Estados Unidos: un espacio donde la frontera entre seguridad y guerra se borra, y donde cada operación militar lleva consigo una carga simbólica destinada más al electorado de Florida que a la estabilidad regional. Lo que está en juego no es sólo la relación con Cuba, sino el principio mismo de soberanía regional. En esta guerra mal calculada, el costo político puede superar al beneficio militar. El Caribe, convertido nuevamente en tablero de guerra, es un espejo donde Washington refleja su ceguera táctica y su miopía estratégica. 

*Jorge Luis Sierra, periodista y editor mexicano-estadounidense.