Editorial – Diario Red
El seguidismo de Europa a Estados Unidos en el actual contexto de ruptura hegemónica encierra peligros y constituye un puñal en la identidad soberanista europea
Amedida que aumenta la bestialidad del imperialismo trumpista, arrastrando a su paso toda ensoñación atlantista, aumenta también el grado de absurdez estratégica de quienes, desde Europa, reiteran aquello de que todo va a ir bien bajo el paraguas estadounidense. El asunto central es que aquel paraguas, aquella “protección” norteamericana que algún día justificó en cierta medida la sumisión de Europa al hegemón, está deshaciéndose.
Los aranceles y las amenazas territoriales (véase Groenlandia) son la evidencia más cruda de esta realidad que el europeísmo de la subordinación se empeña en ignorar. De hecho, este es el fondo del error europeo: pensar que la coyuntura trumpista es una excepción, un error de la Historia, en lugar de la nueva forma de dominio imperial estadounidense. Las cuentas son claras: para presionar a China, Estados Unidos necesita ser más agresivo y más unilateral, especialmente con sus aliados históricos.
El fracaso de la economía productiva estadounidense, fruto de la apuesta por un capitalismo financiero que se presentó como la forma “natural” de una economía internacionalizada sin contrapesos a la vista tras la caída de la Unió Soviética, retumba hoy. Tarde y torpemente, Donald Trump pretende agredir a casi todas las economías del planeta para proteger al capitalismo nacional estadounidense. Lo cierto es que llega muy tarde y, probablemente, no tendrá más “éxito” que la destrucción del poder adquisitivo de los trabajadores de Estados Unidos.
Para Europa, por cierto, los aranceles y la guerra comercial tienen una dimensión dual. De un lado, dejan claras algunas de las dependencias que el Viejo Continente acumula en relación a Washington. Sin un plan claro y decidido de desacoplamiento que permita proyectar a Europa como polo soberano, la era Trump 2.0. puede ser un nuevo shock para economías como la alemana.
Pero, además, la bestialidad del nuevo gobierno de Trump, que ha pillado por sorpresa (¡a pesar de los avisos!) a la cúpula política de la Unión Europea, tienen un componente simbólico, ideológico, incluso existencial. Desde hace décadas, Europa decidió ser un satélite político de Estados Unidos. Bajo la defensa de una institucionalidad liberal que hoy Trump vulnera, los Estados europeos renunciaron a su autonomía en favor de un seguidismo ciego del hegemón. La premisa inicial era simple: el unipolarismo, el dominio indiscutido de Estados Unidos, durará probablemente todo el siglo XXI.
Hoy se cuelan en el debate público algunas ideas que hace escasos años significaban el ostracismo en Europa. Conceptos como “desacoplamiento”, “autonomía” o “liderazgo europeo” cobran protagonismo, si bien como mera retórica si efectos prácticos desde los Estados o desde la unión. La identidad europea como extensión del proyecto imperial estadounidense sigue siendo el sentido común de época en el continente, aunque hoy se ve fracturada en medio de un aturdimiento general que afecta a sus grandes defensores.
Es por eso que Europa prefiere, a grandes rasgos, seguir pagando la cuenta de los excesos del trumpismo, a pesar de algunos comentarios críticos contra un Trump que se observa como “fallo”, en lugar de como “nueva normalidad”. Los aranceles molestan, pero no se quiere confrontar; lo de Groenlandia es una barbaridad, pero será una bravuconería particular de Trump; Europa no estará en las negociaciones por Ucrania, pero seguro que Estados Unidos considera nuestros intereses. Es patético; peor aún, es peligroso.
Que los principales Estados europeos hayan rehusado marcar un perfil propio continental, y que sigan haciéndolo ahora, es un escándalo. Al igual que con los aranceles, Donald Trump no tiene ningún incentivo para considerar los intereses europeos en Ucrania. Y esto constituye por sí mismo un riesgo existencial que, sumado a la pasividad de una Europa en retroceso ideológico y en shock tras el retorno de Trump, realmente podría devenir en amenazas concretas.
Más allá de la torpeza de Donald Trump con los aranceles y de las penosa pasividad europea como respuesta, quizá lo más preocupante de la subordinación europea sean las negociaciones de paz en Ucrania. Es probable que la guerra se pause sobre la base de una paz tensa en Ucrania, un marco en el que los rusos permanecerían en el Este, ejerciendo su disuasión, y los occidentales en el Oeste haciendo lo propio.
Es ahí donde Donald Trump, que ya ha advertido de que será él (y no Europa) quien negocie los términos con Moscú, así como de que los europeos deberán aceptar los criterios de la paz sin rechistar, podría obligar a Europa a ejercer un papel trágico. En esa suerte de Ucrania post bélica, es difícil pensar que Trump, quien ha insistido en que los europeos “se encarguen de Europa”, esté a favor de establecer tropas estadounidenses en el Oeste. De ser así, Estados Unidos podría exigir a Europa establecer tropas «de disuasión» en el occidente de Ucrania. Es difícil exagerar las consecuencias de esta medida: convertiría a Europa en la encargada de luchar contra Rusia en un eventual re-estallido de la guerra.
La penosa subordinación europea a Estados Unidos no solo es humillante, sino que es peligrosa. Económicamente, la guerra comercial y la no respuesta europea podría dañar todavía más a grandes actores europeos como Alemania. Si a ello se suma la ansiedad hegemónica de Estados Unidos, la rusofobia de dirigentes europeos, la frágil paz en la que se sumirá Ucrania y el malestar ruso con la presencia de la OTAN en su esfera de influencia… las consecuencias podrían ser atroces.
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