Por Daniel Vicente Guisado* – Público.es
Durante este último año de pandemia muchos debates políticos han sobrevolado medios de comunicación y redes sociales. Entre uno de los más extendidos y comentados, sobre todo en los primeros meses de la crisis sanitaria, fue el que sostenía cómo el coronavirus y sus consecuencias podrían acabar representando una suerte de cortafuegos o antídoto contra los partidos de ultraderecha en Europa. Para muchos, las necesidades y contingencias que surgieron en los Estados a causa de esta crisis podían generar serias contradicciones para estas opciones políticas. Más de doce meses después somos testigos no solo de cómo esto no ha sucedido, sino que además en muchos países la ultraderecha está adquiriendo renovadas fuerzas para encarar los próximos meses venideros. ¿Por qué ha ocurrido esto?
En primer lugar, es importante entender la óptica desde la que se basaban estos análisis. La lógica estaba presente, pues se argumentaba que la crisis del coronavirus no solo había puesto encima de la mesa lo público, sino que este se había convertido en el centro del debate político. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, cuestiones como la sanidad pública, la necesidad de inversiones y de aumentar impuestos, la educación, la adaptación de los espacios públicos o una movilidad más sostenible habían opacado otros como la cuestión migratoria, la seguridad, la identidad nacional o el euroescepticismo, temas propicios para el crecimiento de la ultraderecha en la última década. Una ultraderecha que, no olvidemos, aunque se utilice como concepto divulgativo, hace referencia a una tipología muy determinada de partidos populistas y radicales de derecha con tres características comunes: nativismo (un nacionalismo xenófobo que proclama la habitabilidad exclusiva del país para los «nacionales»), autoritarismo (incremento del poder estatal) y populismo (una ideología delgada que acude a la dicotomía como arma política).
Estas opciones, que tienen nombres y líderes concretos, no deberían rendir electoralmente de forma eficaz en una coyuntura donde el enemigo no es el inmigrante y donde lo público es el núcleo del debate político. Un rápido vistazo a las variaciones en las estimaciones media de voto de estos partidos nos ofrece una evidencia clara: la ultraderecha no está en crisis.
Así, en detalle podemos ver que ha habido incluso partidos a los que les ha sentado bien la pandemia electoralmente. El Partido de la Libertad (FPÖ) de Austria ha crecido cinco puntos, Hermanos de Italia (FdI) seis, el Partido Popular Danés siete, Vox dos y CHEGA en Portugal cuatro puntos. Otros, sin embargo, sí han visto reducir sus apoyos, como el PiS en Polonia, la Liga en Italia o Foro por la Democracia (FvD) en Países Bajos. A pesar de ello, los dos primeros casos se pueden atribuir al surgimiento de un competidor político directo (P2050 y Hermanos de Italia) y no tanto al coronavirus como causa de su debilitamiento. Además, en los Países Bajos las distintas fuerzas de derecha radical juntas (PVV, FvD y JA21) han aumentado su apoyo en las últimas elecciones generales.
Independientemente de esto último, es patente que no podemos sostener que la mayoría de partidos de ultraderecha han visto mermadas sus expectativas electorales en el último año. Aquí podrían surgir dos notas a pie de página. La primera haría mención a la diferencia que supone ser partido de gobierno (y, por tanto, partido gestor de la crisis) o partido de oposición (con la libertad de crítica que trae esta condición). Si agrupamos los partidos de ultraderecha vemos que no hay ninguna diferencia significativa. Los de gobierno (Estonia, Hungría, Polonia y Eslovenia) han perdido algo menos de tres puntos de intención de voto (cifra engordada por el caso atípico del PiS de Polonia) y los de oposición (la inmensa mayoría) han ganado algo más de tres décimas.
El segundo apunte que se podría hacer es que esta dinámica se da ahora, pasado un año del inicio de la pandemia, pero que en sus primeros meses la mayoría de analistas estaban en lo cierto al señalar una posible y eventual crisis de estos partidos. Los datos en los primeros meses de pandemia también señalan que no había ninguna evidencia para hablar de crisis de los partidos de ultraderecha, como analizaron entre marzo y julio Cas Mudde y Jakub Wondreys, al señalar que los síntomas más grandes de debilitamiento se daban entre los partidos de ultraderecha en la oposición, con menos de un punto de pérdida de intención de voto, cifra insuficiente para categorizar dicha crisis de los partidos.
Son precisamente estos autores los que investigan posibles explicaciones a este fenómeno de unos partidos de ultraderecha que a pesar de no estar en una coyuntura propicia para ellos no han sufrido ningún agravio electoral significativo. En este sentido, proponen varias líneas explicativas. Una de ellas es la falsa creencia de que estas fuerzas políticas hayan infravalorado la amenaza sanitaria. Esta sensación, de dirigentes populistas y radicales de derecha de no tomarse en serio la crisis, de propagar desinformación, de ser escépticos con las recomendaciones científicas o de gestionar pobremente el coronavirus ha sido generada por dos experiencias muy concretas: Donald Trump en Estados Unidos y Jair Bolsonaro en Brasil. Dejando a un lado estos dos casos atípicos, en Europa la ultraderecha, tanto desde el gobierno como desde la oposición se tomó seriamente la amenaza sanitaria desde el comienzo. De forma cuantificada, 12 de 17 gobiernos populistas y la mayoría de partidos en la oposición mostraron actitudes serias contra el coronavirus.
Otra posible explicación la encontramos en la mayor importancia que adquirió el control de fronteras. Es bien sabido que estas formaciones políticas enfatizan sobremanera la necesidad de controlar, en términos étnicos, quién entra y sale de la nación reservada a los nativos. La crisis sanitaria pudo representar una suerte de ventana de oportunidad nativista que la ultraderecha ha podido saber aprovechar para reclamar que este mayor control se prolongue en el tiempo, con un cariz claramente xenófobo. Así, muchos partidos como la Liga y Hermanos de Italia, la Agrupación Nacional de Le Pen, el Partido de los Finlandeses o incluso Vox han criticado una excesiva velocidad por reabrir fronteras a partir de verano y han atacado el asilo político con la justificación del coronavirus. De hecho, estos mismos partidos, Vox o la Liga entre otros, han aprovechado para generar un vínculo entre la propagación del coronavirus y la llegada de inmigrantes a los países en cuestión. Este elemento ha sido normalmente complementado con la necesidad de abrir internamente comercios y dar ayudas a pequeños comercios, como bien sabemos con el caso de Madrid.
No obstante, sí ha habido partidos que han ido contra esta tendencia realizando protestas anticuarentena como AfD en Alemania, partido que desde el 2020 llevaba bajando en las encuestas, o como Vox en España, donde ha sufrido el efecto contrario en su intención de voto. En el caso de Vox, cabe destacar dos elementos que podrían ayudarnos a entender su crecimiento: la ausencia del efecto rally ‘round the flag (la teoría a través de la cual los gobiernos, en situaciones de crisis excepcionales, salen reforzados en la opinión pública), y el alto nivel de polarización en el que llevamos insertos desde hace tiempo (España es el país que presenta mayor nivel de polarización afectiva). Ambos relacionados porque es posible que el segundo sea en parte causa del primero. No solo los apoyos del gobierno de España no han incrementado de marzo del 2020 al 2021 (40% y 39%, respectivamente), además la opinión positiva de la ciudadanía respecto a la gestión del coronavirus por parte del gobierno, salvo en dos momentos de verano, nunca superó el 40%, a diferencia del resto de países donde la sociedad sí «se puso detrás de la bandera» apoyando al gobierno nacional (el caso de Alemania es el más paradigmático, donde la aprobación de la gestión llegó casi al 80% y la CDU de Merkel vio cómo subía en las encuestas más de diez puntos en menos de dos meses).
De cualquier manera, parece que este último año pandémico no ha sentenciado a los partidos de ultraderecha, encontrando una gran heterogeneidad en la variación de apoyos entre los mismos sin un claro patrón. En algunos casos ha propiciado un aumento importante en su intención de voto. Uno de estos es Vox, que no solo se encontraba desde las elecciones catalanas en ascenso, sino que las próximas elecciones de la Comunidad de Madrid podrían representar un aliciente electoral más y un nuevo paso al entrar a gobernar, por primera vez como partido, con el Partido Popular de Isabel Díaz Ayuso. ¿Es la primera vez que ocurre esto en Europa?
La respuesta es no. Desde la tercera ola de la extrema derecha, a partir de 1980, sucesivos partidos de este tipo han ido entrando en distintos niveles de gobierno (locales, autonómicos y más tarde también nacionales), aunque en distintas épocas y países se llevaran a cabo estrategias de cordones sanitarios. Por tanto, la hipotética entrada de Vox en el gobierno de la Comunidad de Madrid supondrá una novedad a nivel nacional, pero no europeo. Ahora bien, ¿qué cambios podría representar, de llevarse a cabo, esto?
El más inmediato sería una normalización, por parte del Partido Popular, de Vox como socio prioritario. Un hecho que viene impulsado por el paulatino debilitamiento de Ciudadanos en el último año y en las distintas elecciones que ha habido en España. Hoy PP y Vox se disputan hasta el último voto de Ciudadanos y empiezan a preconfigurar nuevas correlaciones de fuerzas en los próximos gobiernos que compartirán, donde el partido de Abascal puede cambiar de estrategia y empezar a gobernar con los populares, como ya sucedió hace unos años entre PSOE y Unidas Podemos. Algunos datos interesantes apuntan en esta dirección. Lluís Orriols evidencia cómo la polarización afectiva dentro del bloque de la derecha está bajando y se sitúa a niveles similares a la época pre-Vox. Esto es, los bloques ideológicos presentan cada vez menos polarización interna (facilitando llegar a pactos), pero configurando una España más enfrentada por bloques.
A nivel de políticas y de cambio social es difícil prever qué podría ocurrir en una Comunidad de Madrid cogobernada por PP y Vox. Recientemente un estudio en Italia demostraba cómo la presencia de alcaldes de extrema derecha aumentaba la posibilidad de que se produjeran delitos de odio. También sabemos que estas opciones políticas, una vez en el poder, no han llevado a cabo una acción muy fiel a lo que proponen en sus programas, y mucho menos radical de lo que se podría pensar en un primer momento, tanto en términos generales como particularmente en el caso de Austria con el FPÖ. A pesar de ello, no hay que obviar que podría darse una suerte de dinámica termostática, donde una mayor relevancia en el debate público del rechazo a la inmigración podría llevar a un aumento de políticas anti-inmigratorias y, consecuentemente, a un cada vez mayor éxito de partidos de ultraderecha, como el de Vox. Estos partidos y las actitudes nativistas, autoritarias o populistas se retroalimentan.
En definitiva, aunque la crisis del coronavirus haya generado expectativas de crisis entre los partidos de ultraderecha en Europa, estos están hoy muy vivos y listos para absorber cualquier oportunidad que encuentren en una crisis sanitaria que pronto dejará paso a una de carácter económica, social y, quizás, también política. Así, podríamos pensar en el coronavirus como un huracán que ha podido golpear a la ultraderecha más o menos fuerte, pero cuya importancia reside en haber dejado un terreno fértil para el futuro crecimiento de estas fuerzas políticas. Sobre todo en España, donde podríamos estar caminando hacia una nueva fase política donde la derecha podría normalizar e incorporar a Vox para gobernar, probablemente, a partir del 4 de mayo. Algo ya visto en Europa pero que en nuestro país será toda una novedad.
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*Politólogo y analista español. Máster en Análisis Político y Electoral por el Instituto Carlos III-Juan March de Ciencias Sociales y Máster de Paz, Seguridad y Defensa por el Instituto Universitario General Gutiérrez Mellado.