Rafael Poch*- CTXT Contexto y Acción
Occidente no entiende que su propósito de dominio exclusivo del entorno ruso ya no es viable
Se ha acabado la orientación exclusiva a Occidente en los países del entorno de Rusia. Eso ya es un hecho consolidado en Asia Central, presenta diversos grados y variantes en Transcaucasia y Moldavia, y, si no hay una gran guerra por medio, acabará ocurriendo en los países bálticos y quién sabe si hasta en Polonia. No se trata de la creciente percepción de que Rusia no va a perder la guerra en Ucrania, ni va a sufrir la pronosticada “derrota estratégica”. Mucho menos aún se trata de que Moscú vaya a ser para esos países el nuevo centro gravitacional, como pueda ser el caso de Bielorrusia. La amenaza de un nuevo dominio ruso exclusivo “a la soviética” es uno de los mitos de la propaganda occidental. La simple realidad es que Rusia ni puede, ni quiere regresar a aquello y que, por el contrario, lleva décadas abierta a un condominio con otras potencias, lo que determina ciertos equilibrios y respetos a la soberanía e integridad de esos países.
Muchos desinformados objetarán aquí lo sucedido en Ucrania, olvidando que la invasión militar fue la respuesta de Moscú al inequívoco propósito occidental de afirmar un dominio occidental exclusivo en Ucrania, dirigido a consolidar una amenaza militar estratégica directa contra el régimen ruso. Moscú nunca pretendió contestar aquello con el mismo propósito exclusivista. Los dirigentes rusos se conformaban con que Ucrania fuera neutral, un país puente entre Europa y Rusia, mientras que Occidente insistía en que el gobierno de Kiev, contra el sentir, claro y mayoritario de su población, respondiera a la disyuntiva, “o con nosotros, o con ellos”. Ese fue el sentido de los acuerdos comerciales presentados a Kiev por la Unión Europea de Merkel y Barroso en 2013, y de la invitación a integrarse formulada por la OTAN en 2008, contraviniendo los preceptos fundacionales y constitucionales de neutralidad y no alineamiento en bloques consagrados en la declaración de independencia y la constitución del país, así como los resultados de todas las encuestas de opinión, que además señalaban una clara división geográfica sobre estas cuestiones anticipando, con toda claridad, el riesgo de una guerra civil.
Todo eso es conocido y ahora Occidente lo plantea en términos muy parecidos en países como Georgia y Moldavia. Pero no va a funcionar. No tanto porque Rusia no vaya a perder la guerra de Ucrania, aunque eso influye, sino por algo superior, más general y más fundamental: porque la correlación de fuerzas en la región, y en el mundo, está cambiando.
La cumbre de los BRICS del 23 de octubre en Kazán (Rusia) ha marcado el principio del fin del sistema internacional dominado por Estados Unidos en 1944 (Bretton Woods), agresivamente utilizado desde entonces contra la mayoría global. Kazán indica que hay una gran cantidad de países dispuestos a probar otras opciones. Eso es algo que no pudo hacerse en el pasado, por ejemplo en la Conferencia de Bandung de 1955, pero que hoy es factible porque los enanos de entonces han ido creciendo y algunos hasta se han convertido en gigantes. El peso específico de la potencia china, unido a la experiencia estratégica heredada de la URSS por Rusia y a la demanda de autonomía de multitud de actores, grandes y pequeños, permite a los BRICS ser autosuficientes respecto a Occidente, comerciar y financiarse entre ellos e incluso protegerse militarmente. El mundo se está reorganizando y Occidente no está allí. No solo eso, en Bruselas, Berlín y París no parecen entender la situación. Hay en el mundo actual una pluralidad de actores (Irán, China, Rusia, Turquía…) en la que las potencias occidentales van a ser una más. Los países pequeños de la periferia europea entienden que hay que orientarse hacia esa pluralidad que, además, les da más juego, más margen de maniobra y más oportunidades para actuar de forma más libre que lo que les ofrece el vasallaje a un dominio exclusivo.
Tras un cuarto de siglo con la incumplida cantinela del “radiante porvenir europeo” con resultados muy negativos, lo que se dirime en países como Georgia y Moldavia, y desde luego no solo allí, no es el “o con nosotros o con ellos”, ni los cuentos de “proeuropeo versus prorruso”, “democracia contra autocracia” y demás, sino el acceso de esos países a un terreno de juego más abierto y libre. Ante esa situación, la Unión Europea se comporta en su sometida periferia como un miope hegemón imperial.
Como forma de encauzar el voto hacia la candidata apoyada por Bruselas, Maia Sandu, en Moldavia se incluyó en las elecciones presidenciales un referéndum para la integración del país en la Unión Europea. Con un 50% de abstención, un 50,4% votó a favor. Pero para realizar tal integración se necesita enmendar la constitución con una mayoría de dos tercios de la que Sandu no dispone. Es decir, el referéndum ha fracasado. La consulta vino acompañada de una ayuda europea de 2.000 millones de euros (800 euros por habitante, cuando el salario mínimo de los moldavos no llega a los 300 dólares), anunciada in situ para apuntalar la victoria de Sandu por la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen. Esa clara injerencia no impidió que Sandu perdiera la elección en el interior del país y solo se impusiera en la segunda vuelta del 3 de noviembre con los votos de la diáspora moldava en la UE, episodio más que polémico que nuestros medios apenas han mencionado.
El 40% de la población moldava en edad laboral vive en el extranjero. El grueso de esa emigración, cerca de medio millón, trabaja en Rusia. Hasta el 6 de septiembre esos emigrantes podían registrarse en las listas para participar en las elecciones. Como explica el embajador húngaro, la mayoría de los inscritos en esas listas procedían de Rusia (38%), seguidos de los que viven en Italia (11,5%), luego Alemania (9%), Estados Unidos (6,6%) y Rumanía (5%). A pesar de ello, sólo dos colegios electorales se abrieron en Rusia (únicamente en Moscú, frente a los 17 en diversas ciudades rusas que dispusieron en las elecciones de 2020), mientras que había 60 colegios en Italia, 26 en Alemania, 20 en Francia, 17 en el Reino Unido, 16 en Rumanía, 16 en Estados Unidos, 11 en España, 10 en Irlanda y 6 en Portugal. Previamente, “Sandu había bloqueado los canales de televisión prorrusos y prohibido la participación electoral a toda una serie de políticos diciendo que habían violado la ley electoral o recibido fondos ilegalmente del extranjero”, se lee en The Wall Street Journal. La elección fue observada por la delegación de la OSCE en Moldavia, nueve de cuyos diez directores de los últimos treinta años han sido americanos y que ya es un aparato de la OTAN, pero no por observadores rusos o de la CEI (Comunidad de Estados Independientes). La plana mayor del Gobierno moldavo tiene nacionalidad rumana: la presidenta Maia Sandu, el presidente del Parlamento, el primer ministro, el ministro de Exteriores, la gran mayoría de los ministros del Gobierno y de los parlamentarios del partido del Gobierno, la mayoría de los directores de departamentos, los miembros del Tribunal Constitucional y el jefe de los servicios secretos. En un país multinacional y multilingüístico en el que el 53% declara que su lengua es el “moldavo”; un 23%, el “rumano” (la diferencia entre uno y otro es mínima, pero la calificación contiene un matiz de identidad); y el tercio restante, rusos, ucranianos, búlgaros y gagauces, consideran que la lengua oficial del Estado es el “moldavo”, el Gobierno declaró oficial la lengua “rumana” y no el “moldavo”… Pese a todo este cúmulo de irregularidades que ilustran los métodos de la UE en su sometida periferia, la injerencia electoral denunciada por la UE ha sido rusa.
En Georgia, las elecciones fueron presentadas como un pulso entre un partido gubernamental “prorruso” (Sueño georgiano) que quiere recortar libertades mediante el control de las ONG, y una oposición democrática “proeuropea”. Sueño georgiano no es “prorruso”, sino que se orienta pragmáticamente hacia la mencionada correlación de fuerzas. Eso determina que ni apoye las sanciones contra Rusia, ni participe del clima hostil hacia Moscú, habitual en las repúblicas bálticas o en Polonia, y que prefiera estabilizar sus relaciones con Rusia con la que Georgia ni siquiera mantiene relaciones diplomáticas desde 2008. En el país operan 25.000 ONG cuya financiación proviene del extranjero en un 90%. El acceso de esas organizaciones al dinero europeo y americano ha colonizado ámbitos enteros del sector público y los servicios en el país, como la educación, la sanidad, la reforma judicial y las infraestructuras. Son organismos no electos en manos occidentales que erosionan la soberanía y democracia, y compran a sectores enteros de la población que dependen de ellos mediante proyectos y subvenciones. Por eso, y por su manifiesta hostilidad hacia el partido del gobierno, Sueño georgiano estableció que aquellas organizaciones que reciben más del 20% de ayuda extranjera debían registrarse, como ocurre en Estados Unidos, lo que se presenta como una “ley rusa” e “influencia de Putin”. La simple realidad es que la principal injerencia es occidental y ésta no admite la derrota de la oposición en las elecciones parlamentarias del 26 de octubre.
Si en Moldavia, la plana mayor del Gobierno y la presidenta Sandu tienen nacionalidad rumana, en Georgia, la presidenta, Salomé Zurabishvili, es francesa. Fue diplomática de ese país y responsable de asuntos postsoviéticos en el Quai d’Orsay [Ministerio de Exteriores de Francia], embajadora de Francia en Georgia en 2003 y 2004 y ministra de Exteriores con el desastroso presidente georgiano Mijaíl Saakashvili, protagonista del ataque militar contra fuerzas rusas de agosto de 2008 en Osetia del Sur, que nuestros medios suelen describir como “ataque ruso a Georgia”. En cualquier caso, ese personaje de aire colonial europeo en Georgia no reconoce el resultado de las elecciones del 26 de octubre y apoya los llamamientos de la UE y Estados Unidos a la revuelta callejera.
Como dice el embajador Varga, la UE y Estados Unidos no quieren aceptar la realidad georgiana como base de la política exterior del país. Esta realidad se basa en su existencia como Estado sucesor de la Unión Soviética, una frontera común con Rusia, intereses económicos, decenas y cientos de miles de lazos de parentesco y amistad y los consiguientes y lógicos solapamientos culturales y lingüísticos con su país vecino. Occidente no entiende que los tiempos han cambiado y que su propósito de dominio exclusivo del entorno ruso, e incluso de movilizarlo para el conflicto directo con Rusia, ya no es posible porque contradice las nuevas realidades creadas en el mundo que van mucho más allá de la lógica del “o con nosotros, o con ellos”.
*Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.