Por Oscar Arias Sánchez*
Discurso pronunciado en el XXXV Aniversario Premio Nobel de la Paz en la Asamblea Legislativa de Costa Rica
Una gran parte de mi vida dedicada a la búsqueda de la paz me ha enseñado que, en realidad, no hay en ella nada de ilusorio, ni de ingenuamente idealista. La paz no es un sueño, sino una ardua tarea que no se asume por ser fácil, sino por ser necesaria. La paz no es el producto espontáneo de ciertas almas iluminadas, sino el laborioso trabajo de seres imperfectos que luchan cada día por aprender el arte del diálogo, de la persuasión y del respeto. La paz no nace, se hace. Al igual que la libertad, es una conquista. No se recibe como una medalla, sino que se aprende como una disciplina.
Las lecciones de nuestra historia, con las experiencias que nos han enseñado, nos muestran que no se llega a la paz ni por las armas ni por la guerra, ni por la muerte ni por el odio, ni por el olvido ni por la indiferencia. Se llega a la paz poniendo al ser humano en el centro de nuestras preocupaciones. Se llega a la paz defendiendo la vida. Se llega a la paz invirtiendo en nuestros pueblos y no en nuestros ejércitos; intercambiando ideas y no armas; conservando bosques y no prejuicios. Se llega a ella cambiando la cultura de la guerra por una cultura de paz en nuestras sociedades. Aunque podría parecer una quimera, espero que llegue el día en que podamos coincidir con Gandhi, quien nos dijo: “No hay camino hacia la paz; la paz es el camino”. Pero no estamos ahí.
El arte de vivir en sociedad es sencillo, pero eso no quiere decir que sea fácil. Por el contrario, requiere de un tipo de valentía diferente a la de los soldados en el campo de batalla. No hablo del valor para tomar las armas, sino para abandonarlas, del valor para escoger el duro camino de la tolerancia y no el vertiginoso descenso a la violencia, del valor para cambiar la retórica combativa, la retórica de los enemigos y de las victorias por la mesurada retórica del diálogo y de los acuerdos. Hablo de cambiar una cultura de guerra por una de paz.
Un título universitario no garantiza per se una escala de valores éticos. Hay en los anales de la humanidad demasiados actos de barbarie ejecutados por personas cultas y con sobrados atestados académicos. Hay demasiados ejemplos de líderes que no usaron su educación más que para sembrar odio y división. ¿De qué le sirve al mundo forjar letrados, si esos letrados no comprenden el valor de una vida? ¿De qué le sirve al mundo formar catedráticos, si esos catedráticos consideran que no hay nada censurable en una invasión militar ilegal? ¿De qué le sirve al mundo educar jóvenes, si a esos jóvenes les da lo mismo que mueran decenas de personas cada día en la más cruenta, la más absurda, la más aberrante de las violaciones a los derechos humanos: el enfrentamiento armado? ¿De qué le sirve al mundo graduar estudiantes si a estos estudiantes no les importa que por primera vez en la historia de la humanidad, en 2021, el gasto militar mundial haya excedido los 2.1 billones de dólares (trillones en inglés), un 0.7% más que en 2020 y un 12% más que hace 10 años? Estados Unidos y China dan cuenta de más de la mitad del gasto registrado, pero en promedio los países destinaron casi un 6% de su gasto gubernamental a las armas. Para ponerlo en perspectiva, esto representa casi 12 veces más que todo el monto destinado a la ayuda al desarrollo, a pesar de los récords alcanzados en este rubro durante la pandemia. Estas cifras no contabilizan aún la invasión rusa a Ucrania, que ha servido como escenario para un tremendo despliegue del complejo militar industrial. Bajo ninguna circunstancia condono las atrocidades cometidas por el ejército ruso, ni abogo por una ilusa política de appeasement hacia el despótico régimen de Vladimir Putin. Pero sí objeto la idea de que la única vía sea continuar enviando artillería y municiones, hasta que solo quede el último ucraniano capaz de dispararlas.
Dos punto uno billones de dólares es el costo de la guerra. Pero ¿qué pasaría si gastáramos esos recursos de otra manera? ¿Qué pasaría si convirtiéramos los costos de la guerra en dividendos de la paz? Si redujeran su gasto militar en un 5%, sería suficiente para otorgar becas estudiantiles a 3 millones de jóvenes durante un año. Si dejaran de comprar un solo helicóptero artillado darían alimento escolar a miles de niños durante toda la primaria. Si dejaran de comprar un solo avión de combate podrían proteger decenas de kilómetros cuadrados de bosque. Y si dejaran de pagar el salario de uno solo de sus soldados podrían pagar el salario de al menos un profesor de inglés.
Si algún día queremos que el dinero de nuestros impuestos lo destinen los gobiernos a satisfacer las necesidades más básicas de nuestros pueblos, entonces necesitamos una educación con un norte ético, una educación orientada a preservar la vida como el valor principal de la especie humana. No podemos seguir educando a nuestros jóvenes como nosotros fuimos educados. No podemos permitir que la educación sea un sencillo compendio de datos sin valores morales, una transmisión de ideas sin emociones. No podemos permitir que eduquemos eruditos y no sabios. Que formemos eminencias académicas y no seres humanos. Necesitamos introducir en el currículo académico una asignación para cambiar la cultura de guerra por la de paz.
Transformar una cultura de guerra en una de paz requiere de un esfuerzo colectivo, de una educación masiva en la que todos somos profesores, desde los gobernantes hasta los padres de familia. No podemos formar las generaciones que sostendrán la paz duradera si no formamos hombres y mujeres amantes de la paz. En el mundo que los jóvenes de hoy heredarán, la cooperación entre las naciones y entre los individuos será un requisito para la supervivencia. Por eso debemos formar seres humanos que entiendan la paz como la máxima expresión de convivencia: no como la concesión de los débiles, sino como el logro último de los valientes. En lugar de admirar el diseño de un avión de caza, deberíamos enseñarles a admirar las condiciones de un acuerdo para silenciar las armas. En lugar de celebrar las estrategias militares, deberíamos enseñarles técnicas de negociación. Creo que a estas alturas es obvio que no necesitamos más soldados, sino más emprendedores. No necesitamos más guerreros, sino mejores ciudadanos. Si fallamos en transmitirle a los jóvenes la elemental preocupación por la paz, nuestra educación habrá fracasado como instrumento de cambio. Si hacemos de la paz una asignación extracurricular, acabará por ser una actitud extracurricular, una rareza de los bohemios y los soñadores.
Este es un aniversario para recordar, porque el recuerdo es el mejor alimento de los pueblos orgullosos de su herencia. Recordemos siempre y nunca olvidemos. Recordemos que no podemos repetir los errores del pasado y que debemos aprender de ellos. Como todo gran acontecimiento en nuestras vidas o en nuestra historia compartida, a veces parece como si todo lo sucedido hubiera acontecido ayer, y a veces parece como si hubiera sucedido hace una eternidad. En cualquiera de los dos casos, que el ser humano albergue la prodigiosa virtud de la memoria es mucho más que un capricho poético de la historia. Es un signo evolutivo y quizás una de las más cruciales habilidades de la especie que abandonó el cobijo de las cavernas, para emprender el portento de la civilización. No recordamos para llenar los cajones de los archivos, ni para poblar los cuentos de los abuelos. Recordamos para seguir haciendo posible una vida mejor. Es decir, que la memoria tiene incidencia sobre la actualidad: nos da una ventaja sobre el tiempo anterior. El recuerdo no es escribano del pasado, sino edecán del porvenir. Bien decía Marco Aurelio en sus Meditaciones que “el tiempo es un río”. Y aunque en ocasiones pretendemos ver el río desde la ribera, lo cierto es que nosotros vamos también navegando y no somos testigos, sino protagonistas de los eventos de nuestra época. El “río” de Marco Aurelio no es otra cosa que nuestra propia conciencia histórica.
Debemos recordar que hace 35 años vivíamos una época de enfrentamientos descarnados, en donde las grandes potencias jugaban a los dados con el destino de nuestros pueblos. Centroamérica era un inmenso campo de batalla. Cientos de miles de hermanos habían muerto al filo de insurrecciones y absurdas guerras civiles. La locura belicista es una venda en los ojos que impide ver cualquier otra solución o salida. Centroamérica tuvo que enfrentar esa misma locura hace 35 años, en circunstancias que evocan algunos de los mismos dilemas. Entonces, como ahora, varios países servían de peones en el ajedrez global. Entonces, como ahora, las grandes potencias peleaban guerras a través de intermediarios más allá de sus fronteras. Ellos ponían las armas, nosotros poníamos los muertos. Es cierto que las guerras centroamericanas fueron guerras civiles, pero hay que ser muy ignorante o ingenuo para calificarlas como conflictos meramente internos: si una cosa estaba clara en los inmensos flujos militares y financieros que los Estados Unidos y la Unión Soviética enviaban mes a mes a la región, era que aquello tenía muy poco que ver con Nicaragua, con Honduras, con El Salvador o con Guatemala.
La demencia belicista fue una de las peores enemigas del Plan de Paz que negociamos las repúblicas centroamericanas. Incluso aquí, en Costa Rica, las élites económicas y los medios de comunicación se alineaban con los Estados Unidos y abogaban por una escalada militar. En la negociación de la paz me impulsó siempre la convicción de que, si no lográbamos una salida política, tarde o temprano Costa Rica sería arrastrada en la vorágine.
Cuando firmamos el Plan de Paz no celebramos la victoria de un país sobre otro, o de un grupo armado sobre otro. No celebramos el aniquilamiento del enemigo, ni la destrucción del contrincante. No celebramos el triunfo sobre el campo de batalla, porque en Centroamérica nadie ganó la guerra. Le ganamos a la guerra, que es distinto. A ese “monstruo grande que pisa fuerte”, en palabras de León Gieco. Centroamérica le ganó a la muerte, y eso es algo que no podemos dejar de recordar y de celebrar.
Los presidentes centroamericanos nos atrevimos a firmar un documento que aspiraba a encontrar una salida diplomática: una solución centroamericana para resolver los problemas de los centroamericanos. En 1987 nosotros fuimos los protagonistas de los eventos de nuestra época, y la firma del Plan de Paz en Ciudad de Guatemala cambió la historia de Centroamérica, y también cambió mi vida para siempre. Ese mismo año, en medio de la alegría del milagro que nacía en la región, recibí la noticia de que se me había honrado con el Premio Nobel de la Paz.
Aún después de la firma del acuerdo, hubo quienes buscaron cualquier excusa para declarar su derrota. Voces insidiosas se alzaron vaticinando el inminente fracaso del Plan de Paz. Pero fue el Comité Nobel el que le dio un apoyo decisivo a la causa de la paz en Centroamérica. Se negó a perder la esperanza y salió a defender nuestros esfuerzos y a respaldar nuestros sueños.
El Premio Nobel de la Paz ha sido otorgado a hombres y mujeres de muy distintas ideologías, pero unidos sin claudicaciones por el ideal común de la paz. Andréi Sájarov y Albert Schweitzer, Lech Walesa y Willy Brandt, Alva Myrdal y Betty Williams, Le Duc Tho y Ralph Bunche, Rigoberta Menchú y la Madre Teresa de Calcuta, si bien poseen distintas ideologías políticas, fueron todos laureados por sus contribuciones a la paz.
Cuando recibí la noticia de haber sido seleccionado para el Premio Nobel de la Paz de 1987 no podía creerlo. Lo que yo no sabía era que en Gotemburgo el Profesor Lars Hanson, el señor Bjorn Mollin y la señora Segerstedt Wiberg me habían nominado para el Premio Nobel de la Paz. Guardo mi imperecedero sentimiento de gratitud hacia ellos.
Recibir un Premio Nobel de la Paz es una extraña encomienda: un galardón que, con mucha frecuencia, implica la responsabilidad de nadar contra corriente. Los demás Premios Nobel —el de Física, el de Química, el de Medicina, el de Economía y hasta el de Literatura— se otorgan por la contribución de una persona a una causa que registra un progreso más o menos lineal. Pero la construcción de la paz nunca ha sido lineal. La construcción de la paz es quizás la tarea más obstruida, más subvertida, más amenazada de todas las que ha emprendido el ser humano desde sus orígenes.
Como especie, hemos abrazado la importancia de entender las leyes que rigen el universo y las partículas subatómicas; de prevenir las enfermedades y elevar la calidad de vida de nuestros pueblos; de explicar nuestras interacciones económicas y el comportamiento de los mercados; de reconocer el lirismo de un soneto o la cadencia de una estrofa; pero seguimos siendo incapaces de mantener un compromiso incondicional e irreversible con la paz. Seguimos siendo inciertos y tibios cuando se trata de encontrar salidas distintas a la violencia para zanjar nuestros conflictos. A pesar de los increíbles logros que ha alcanzado la humanidad, continuamos sin abandonar el más primitivo y salvaje de nuestros instintos: el de agredir y matar. Son muchos lo que agreden o matan, ayer con la espada, hoy con un arma; otros agreden o matan difamando primero y extorsionando después, dañando el honor de la víctima de su perversa animadversión.
Me conmueve celebrar el 35 aniversario de haber recibido el Premio Nobel de la Paz. Me conmueve recordar aquellos años de lucha por acallar el estruendo de la guerra en Centroamérica, aquel concierto fantasmal que mezclaba el sonido del llanto con las balas. Me conmueve saber que han transcurrido 35 años desde aquel momento en el que firmamos nuestro Plan de Paz.
Si nosotros no tomamos la pluma, si no empuñamos el grafito, perderemos aún más páginas en garabatos violentos, en el galimatías inescrutable de la guerra, del odio y del enfrentamiento que ha llenado ya demasiados tomos en la historia de nuestros pueblos. Pero si cambiamos una cultura de guerra por una de paz podremos empezar un nuevo capítulo en la epopeya de la humanidad: uno que, como las epopeyas antiguas, no lo escribirá un único autor, sino muchos. Cada canción de paz determina el final de esta historia. Si todos ponemos de nuestra parte; si cada gobierno asume con seriedad las verdaderas necesidades de la humanidad; si cambiamos los paradigmas de la violencia que han gobernado la historia universal, entonces concluiremos con una gloriosa victoria. La victoria de la tolerancia sobre el dogma, la victoria de la convivencia sobre la violencia, la victoria de la paz en nuestros tiempos.
Quiero expresar mi profundo agradecimiento al Movimiento Cooperativo por hacer posible este acto y a todos ustedes por acompañarnos esta noche. Reconocimientos como el de hoy son los que fortalecen los vínculos que nos unen como sociedad, al tiempo que nos permiten celebrar las virtudes y los dones más hermosos que cada uno de nosotros atesoramos. Este Quijote, que tuvo un día la osadía de pelear sin yelmos ni armaduras por la paz de Centroamérica, quiere decirle a los nuevos quijotes que el camino de la paz puede ser largo, tortuoso, incierto, pero es el único camino posible lejos del borde del precipicio. Somos todavía como Adán y Eva en un Paraíso sideral, minutos antes de ser expulsados por nuestra propia soberbia. Depende de nuestra responsabilidad, de nuestra humildad y de nuestra valentía, que no perdamos la oportunidad sobre la Tierra, que no dilapidemos el prodigio de esta vida que nos ha traído angustias y dolores, pero que también nos ha permitido vivir la felicidad. El más grande poeta costarricense, Jorge Debravo, dijo que la esperanza es de hueso, más poderosa que la imaginación y que el recuerdo. Que esa esperanza, que existe todavía, nos infunda aliento para tomar el relevo de las generaciones pasadas y lanzar a la humanidad hacia las vastas comarcas del porvenir.
Yo, que nunca me he dado por vencido y que no pienso abandonar la lucha por la paz, pido a Dios fe, para continuar creyendo en el insondable pozo del alma humana; persuasión, para convencer a quienes creen erróneamente que todo conflicto debe solucionarse mediante las armas; y fortaleza, para no bajar los brazos, para no perder el aliento, para nunca arriar las velas en la larga travesía que nos permitirá construir un mundo a la altura de nuestros sueños.
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*Óscar Arias Sánchez fue presidente de Costa Rica de 1986 a 1990 y de 2006 a 2010; y Premio Nobel de la Paz 1987 por la pacificación de Centroamérica.