Por Jamal Kanj* – Voces del Mundo
Tras la caída del régimen de Asad, terminaba mi artículo del pasado diciembre con el siguiente párrafo: «El nuevo gobierno debe representar a todos los sirios, independientemente de su religión o etnia, garantizando la justicia y la igualdad para todos, a la vez que defiende el papel histórico de Siria en la vanguardia de la resistencia contra Israel y sus agentes locales».
Grabé estas palabras al compartir la esperanza de todos los sirios de un futuro mejor tras la caída de una de las dictaduras árabes más corruptas. Como expuse más adelante, la historia nos enseña que la destitución de un dictador no necesariamente trae consigo la paz y la democracia. Los trágicos ejemplos de Iraq, Egipto y Libia sirven como duros recordatorios de los peligros de la inestabilidad posrevolucionaria, donde la euforia del cambio dio paso rápidamente al caos, la represión y el derramamiento de sangre.
En Siria, el surgimiento de un nuevo gobierno no ha puesto fin al ciclo de violencia. Las noticias de la semana pasada en la región del Sahel (zona costera), sobre asesinatos masivos, selectivos y masacres de civiles perpetradas por las nuevas fuerzas gobernantes, han suscitado alarmantes interrogantes sobre la verdadera naturaleza de esta supuesta «liberación». La promesa de justicia y democracia se desvanece a medida que la brutalidad contra los sirios comunes continúa bajo una nueva apariencia.
Los militantes desarticulados que irrumpieron en el Sahel tras una emboscada a las nuevas fuerzas gubernamentales —presuntamente orquestada por oficiales militares del exrégimen— no representan a quienes realmente se preocupan por Siria. Si bien los responsables del asesinato de soldados gubernamentales deben rendir cuentas, también deben hacerlo quienes se vengaron de los indefensos civiles alauíes sirios. El gobierno central debe realizar investigaciones transparentes no solo sobre estas atrocidades, sino también sobre los líderes que movilizaron imprudentemente a facciones militares dispares en una región ya de por sí enardecida y cargada de sectarismo. Si estos militantes tuvieran verdadera integridad nacional, habrían dirigido sus esfuerzos al sur de Damasco para enfrentar las incursiones israelíes en Siria.
Las lecciones de Iraq y Libia no pueden ignorarse. La destitución de Sadam Husein y Muamar el Gadafi no fructificó en democracias florecientes, sino que condujo a luchas de poder, violencia sectaria e intervenciones extranjeras que desgarraron a estas naciones. El breve experimento de Egipto con la democracia cayó en manos de un dictador militar, lo que reforzó la idea de que un cambio revolucionario sin estabilidad institucional genera mayor autoritarismo. Siria debe evitar estos obstáculos para garantizar que su pueblo no corra la misma suerte.
Uno de los principales fracasos en estas naciones fue la exclusión y persecución de los opositores políticos tras el colapso de los antiguos regímenes. En Siria, si el nuevo gobierno sigue un camino similar de venganza y represión, corre el riesgo de alienar a sectores significativos de la población, fomentar la resistencia y prolongar el ciclo de violencia. La unidad nacional solo puede lograrse mediante la reconciliación, la inclusión y un compromiso con la justicia que trascienda las fronteras sectarias y étnicas.
El nuevo gobierno sirio cae en la trampa de la división al culpar a agitadores externos (Irán y Hizbolá) antes de realizar investigaciones exhaustivas sobre las recientes masacres contra la comunidad alauí. Estas acciones solo sirven para fomentar el odio sectario y desviar la atención de la responsabilidad del gobierno de proteger a su pueblo. Si bien fuerzas externas pueden haber contribuido al apoyo a los remanentes del régimen de Asad, esto no justifica la masacre sectaria ni el asesinato indiscriminado de civiles. Si Siria pretende convertirse en un Estado justo y estable, debe exigir responsabilidades a los responsables de estas atrocidades, garantizando que se imparta justicia sin sesgos ni manipulación política.
El nuevo liderazgo debe transmitir un mensaje claro: Siria es una nación para todos sus ciudadanos. El gobierno debe dar ejemplo procesando a los asesinos, independientemente de su afiliación, para demostrar su compromiso con la justicia y la unidad nacional. Solo demostrando imparcialidad y rendición de cuentas, Siria podrá comenzar a sanar tras décadas de división y derramamiento de sangre.
Al mismo tiempo, el nuevo liderazgo sirio debe entablar un diálogo significativo con los actores regionales clave, en particular con Irán y la resistencia libanesa. Culpar a estas fuerzas de la inestabilidad interna solo exacerbará la división. En cambio, el gobierno debería colaborar con la resistencia en el Líbano e Irán para consolidar la unidad árabe e islámica contra el ocupante del territorio sirio. Mantener vínculos sólidos con los movimientos de la resistencia en el Líbano, en lugar de distanciarlos, es crucial para el posicionamiento geopolítico de Siria. La cooperación política y económica con Irán e Iraq, en lugar de la confrontación, ofrece una gran oportunidad para la reconstrucción de la nueva Siria.
El nuevo gobierno no puede pretender representar a todos los sirios solo con palabras cuando, al igual que el régimen anterior, su estructura de poder sigue siendo sectaria y continúa excluyendo a la mayoría de los sirios. Para que Siria avance, su nuevo liderazgo debe adoptar una gobernanza que incluya a todos los sirios, independientemente de su religión, etnia o afiliación política. Marginar a cualquier grupo solo sembrará las semillas de futuros disturbios. Garantizar la justicia por las atrocidades del pasado no debe lograrse a expensas de una venganza indiscriminada, sino mediante juicios justos y un sistema legal transparente.
Además, el papel histórico de Siria como líder en la resistencia regional contra la agresión israelí no debe verse comprometido. Cualquier gobierno que busque alinearse con potencias extranjeras a expensas de la soberanía y la dignidad nacional de Siria perderá legitimidad ante su pueblo. La estabilidad y la justicia deben ir de la mano de un compromiso inquebrantable con la independencia de la nación y su papel en el panorama geopolítico general.
Los esfuerzos de reconciliación con el movimiento liderado por los kurdos en el norte y el este de Siria representan un avance significativo. Sin embargo, estará incompleto hasta que todos los sirios sientan un genuino sentido de pertenencia a una nación compartida, trascendiendo las divisiones sectarias o étnicas. Lograrlo requiere fomentar una identidad nacional colectiva que priorice la unidad y la inclusión entre todas las comunidades. Solo así Siria podrá avanzar hacia una estabilidad duradera.
El futuro de Siria sigue siendo incierto, pero el camino que elija ahora determinará si se sumirá en un conflicto perpetuo o si asumirá su liderazgo en el mundo árabe. Los sirios deben exigir responsabilidades a sus líderes por las violaciones de derechos humanos y exigir transparencia en la gobernanza. Al mismo tiempo, deben mantenerse vigilantes, asegurándose de que su revolución, fruto de una dura lucha, no sustituya una forma de opresión por otra.
En definitiva, la verdadera liberación no consiste simplemente en derrocar a un dictador; se trata de construir un sistema que valore los derechos humanos, la justicia y la igualdad para todos. Los asesinatos de civiles bajo el nuevo gobierno sirio son una sombría advertencia: a menos que se tomen medidas decisivas para proteger a todos los ciudadanos y defender el Estado de derecho, la historia podría repetirse, con trágicas consecuencias para las generaciones venideras.
Traducido por Sinfo Fernández
*Jamal Kanj es autor de «Children of Catastrophe: Journey from a Palestinian Refugee Camp to America», y otros libros. Escribe con frecuencia sobre temas del mundo árabe para diversos medios nacionales e internacionales.
*Publicado originalmente en CounterPunch
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